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De tormentas y arcoiris: ser LGBT, migrante, pobre e indígena en la Argentina pandémica | Revista Colibri
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De tormentas y arcoiris: ser LGBT, migrante, pobre e indígena en la Argentina pandémica

Por Noelia Leiva

A ella, el aislamiento por el coronavirus en Villa Lugano, en el límite porteño con el conurbano bonaerense, le hizo acordar por momentos a esa sensación de desamparo en plena Cotahuma, Bolivia, en la que un día de lluvias intensas alcanzó para desmoronar su casa familiar. Fue una época de tormentas, como la de la pandemia: por momentos se sintió sola y abrumada, como si no hubiera luz del sol, aunque sin saberlo daba los primeros pasos para empoderarse. “Muchas veces sentí que no encajaba en distintos lugares y eso da mucho miedo. Pero un día supe que era hora de empezar a nombrarme”, reflexionó Patricia Ramos, que da testimonio de ser migrante, pobre, indígena y LGTB en una Argentina con confinamiento, y aprende a estar orgullosa de serlo.

Patricia -o Kendr@, como le dicen en su entorno- siempre está un paso más allá. Tiene 30 años pero ya advirtió que en tres meses cumple 31. Cuando vivía con su familia en una habitación en Celina, La Matanza, en el mismo lugar donde funcionaba un taller textil clandestino por el que cobraba cuatro mil pesos al mes por trabajar desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, sabía que algún día iba a comprar un auto, para manejarlo y mudarse sola con su hijo, lejos de situaciones de violencias.

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Como un hoyo
Cotahuma significa “agua estancada” u “hoyo en el agua” en aymara. La familia de Kendr@ entendió por qué: “Cuando era niña y vivimos allí, una vez llovió un día entero, se hundió la tierra y se llevó nuestra casa”, rememoró. Entonces, tuvieron que mudarse a la zona del Alto en La Paz. Pese a los cambios, siempre fue una prioridad ir a la escuela, aunque tuviera que caminar por horas para llegar. “Mi mamá se daba cuenta de que podría ayudarnos a no vivir las violencias que ella había pasado como indígena, migranta y analfabeta”, relató.

Cuando estaba en el último año de la escuela secundaria, decidió vivir con su novio. Tenía la información a través de familiares de su pareja de que Argentina era un lugar en el que se podía trabajar y ahorrar, para volver con un mejor pasar, lo mismo que creyeron muchas personas de su entorno. “Yo estaba ansiosa por irme de mi casa. No tenía comunicación con mi mamá o mi papá. Cuando un hijo se siente distinto, raro, necesitas irte”.

Es que pesaban los mandatos. A ella no le gustaban los “colores para mujer”. Prefería estudiar para tener una profesión y no solo “servir para traer guaguas”. Quería teñirse el pelo de colores, aunque fueran unas mechas de pocos centímetros. Había algo de su pertenencia que le hacía ruido: “Desde pequeña fui muy distinta a mis hermanas porque supuestamente hacía cosas extrañas. Me gustaba jugar a la pelota y a las bolitas, que eran de chicos. En un momento de desesperación, mi mamá empezó a ir a la iglesia. Yo no la podía acompañar porque casi siempre andaba vestida de negro, y en la iglesia el color negro es del diablo”.

Todavía faltaba tiempo para descubrir que le gustaban las chicas, y qué tormentón -otra vez- cuando lo supo.

En Bolivia gobernaba Gonzalo Sánchez de Losada y la crisis no dejaba de tronar, así que una de sus hermanas entendió que el destino estaba en el amplio país al sur del continente. “Mi hermana cayó en tráfico de personas engañada por un familiar de su esposo”, denunció Kendr@. Años más tarde, la desesperación, la necesidad de creer en un futuro promisorio fueron también para ella la antesala de una situación de vulneración de derechos en Argentina.

Le habían prometido un trabajo y un salario que les permitiría ahorrar. Sabía que iba a quedarse con su pareja e hijo en la casa de unos familiares que tenían una pieza desocupada, que resultó ser en un taller clandestino. “Fuimos victimas de trata de personas, dormiamos en un pasillo, laburabamos hasta la medianoche y entrábamos a las 6 de la mañana. Los fines de semana igual”, describió Patricia.

Según un relevamiento que realizó la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), tras el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) el 59% de las personas migrantes encuestadas manifestó no tener trabajo. ¿Qué lugar ocupan en las encuestas las personas explotadas laboralmente, muchas veces por familiares o gente cercana? ¿Qué hay de esa apropiación de los derechos cuando se convierte en una alternativa de supervivencia?

Kendr@ dejó el primer taller y fue a otro por recomendación de su hermana. Allí, las condiciones materiales mejoraron pero no lo suficiente: la jornada seguía siendo literalmente completa, desde la mañana hasta la noche. La lógica del “intercambio” se basaba en que las largas horas de trabajo frente a una máquina, en la que producían entre mil y dos mil prendas diarias, eran retribuidas por un salario que no igualaba ni a la mitad del Mínimo, Vital y Móvil, más la posibilidad de que cada familia viviera en una habitación, con baño y cocina compartidos. Eso demandaba coordinar con las otras habitaciones hasta cuándo lavar la ropa a mano para no obstaculizar las duchas y contar con espacio en los tendederos.

Para las mujeres y disidencias migrantes, trabajar en la informalidad, sin respeto a sus derechos laborales, «es una constante» impulsada muchas veces por la dificultad para acceder al DNI permanente”, explicó Carla Montero, de Ni Una Migrante Menos. Con el Coronavirus y los talleres cerrados, se puso más en evidencia porque “no pudieron cobrar el Ingreso Familiar de Emergencia”, explicó. La falta de documento obstaculiza, también, la toma de denuncias frente a violencias.

Las tormentas
Cuando llegó la pandemia, sí que había llovido. Habían diluviado situaciones de abuso, como la del dueño de un taller que solía “emborrachar a los maridos” para que sus esposas no pudieran recurrir a ellos frente a situaciones de violencia, y que la llevó engañada a un albergue transitorio diciéndole que era un café. También le había llovido la angustia por ser víctima de violencia física de parte de una pareja y sentir culpa por querer separarse. “Vivía dividida, no tenía mucha conciencia de todo. Si tan solo hubiese encontrado un cartel en el hospital diciéndome qué era violencia…”, se lamentó.

Tanta agua había pasado que hasta había logrado comprarse el auto, separarse momentáneamente, empezar a teñirse mechones más grandes de su pelo de colores fantasía, y, al final, volver con su ex porque cuando todo es incertidumbre a veces lo que da seguridad es lo que más lastima. También había conocido a un grupo de mujeres del Frente de Organizaciones de Base (FOB) en un merendero de Lugano. Al participar en actividades, empezaron a aparecer preguntas.

Cuando se declaró el ASPO, Kendr@ ya sabía de memoria cómo detectar cuando un varón “venía con ganas” de golpearla. Había descubierto un engaño de su pareja, frente a lo que él había puesto en duda su cordura y el registro de sus propios sentidos. También había empezado a estudiar Comunicación en una universidad y había conseguido, luego de años de intentar, un cupo en una cooperativa de infraestructura para el programa “Veredas Limpias”, que le permitía sostener a su hijo y sus gastos. Finalmente, había logrado decirle que no a esa pareja que la acompañó por años. Pero, aunque parecía empezar a tenerlo todo, el clima anunciaba nuevas tempestades.

“Llegó la pandemia y empecé a recordar a todos los que me habían hecho algo, amigas o hermanas que me habían traicionado. Empecé a pensar que la sororidad no existía”, relató. A la inestabilidad laboral, el encierro le sumó un desbarajuste emocional que pegó más fuerte porque no había seres queridos cerca. En ese momento, Patricia sentía que había conquistado un lugar de privilegio porque su salario, que en promedio era de quince mil pesos, le permitía sostener los gastos básicos de su hijo y sus estudios. Aunque el de la cuadrilla no era un empleo en relación de dependencia tradicional, sí era registrado, por primera vez en su vida. Pero como su trabajo era mantener limpios los espacios públicos de Lugano, tuvo que suspenderlo en mayo de 2020 por el virus. Entonces, su tarea se convirtió en preservar el ‘espacio interior’ de sus compañeras para sostener la red de cuidado en el barrio. 

Así que organizó, junto a otras personas, material de información sobre la COVID-19, alimentación saludable, ayuda para evitar la depresión y canales de denuncia para quienes convivían con un agresor. También, fue parte del merendero y la olla popular de la FOB, para ayudar a las familias, porque muchas tenían integrantes sin trabajo y “en un 95% eran personas migrantes”.

Hasta que en enero de 2021 finalmente pudo volver a trabajar en las veredas, sin abandonar el  rol de contención que construyó durante la pandemia. Ella había prestado el oído y lo que había aprendido, pero también necesitaba apoyo, porque el encierro y la distancia son un posible frente de tormenta. Ya había empezado un espacio de consulta psicológica por primera vez en su vida cuando decidió comunicarle a su familia que se había separado. “Mi mamá me decía que había que aguantar, que no podía ser mala”, recordó, y nuevamente se sintió ajena y sola. Le dijeron que jamás la iban a aceptar con otro hombre. Y entonces contestó:Voy a traer una novia”.

Lluvia con sol
Entre el 13 y el 14 de octubre de 2019 llovió a cántaros en La Plata. Pese a eso, una multitud de mujeres, lesbianas, travestis, trans y no binaries se convocó en el encuentro feminista anual. Patricia decidió participar por primera vez en un taller sobre diversidad sexual. Antes había ido a otros sobre violencias o trabajo, pero sentía que le contaban cosas que ella sabía de memoria. Esta vez fue diferente. “Se empezó a hablar de que las personas LGBT existen y no se nombran. Y yo pensé ‘cómo será vivir en sus zapatos’. Y después pensé, ‘qué lindas estas chicas’”, se rió Kendr@. Aguas movedizas en medio de la tormenta.

Caminó hasta la plaza del centro de la ciudad empapada y ahí lo confirmó: había alguien que le gustaba mucho, y era mujer. De repente se puso a llorar, agua sobre agua. Es que otra vez salirse de los márgenes, como ese terraplén que se hundía con los cimientos de su casa de niña. Patricia identificó en esos minutos el montón de dudas que empezaron a llegar, porque su familia se había pronunciado completamente en contra de la hipótesis de que fuera lesbiana. Es que ni siquiera esa etiqueta la llenaba. Se iba a llamar a sí misma “LGTB”. ¿Qué dirían sus amigas? ¿Y ahora, qué debía hacer con sus mechones fucsias y su vocación por el color negro? 

En su imaginario, las lesbianas eran sinónimo de belleza hegemónica o, al menos, de ser blancas, y eso dolía tanto como la obligada heterosexualidad que ahora veía como una norma practicada por mera reproductibilidad de las costumbres o la necesidad de empatarse con una categoría, aun disidente “Yo pensaba ‘qué manera de joderme la vida. Soy pobre, negra, gorda, villera, piquetera y ahora esto’, recordó.

A los meses de transcurrida la pandemia, antes de volver a su trabajo presencial con la cuadrilla, empezó a prestar virtualmente el oído a muchas compañeras que le preguntaban qué significaba que tuviera los colores del arcoiris en su muñeca o que llevara media cabeza rapada; formas de comunicar lo que de a poco también decía con palabras.

Había algo que le hacía ruido, otro alerta meteorológico: “La primera parte de la pandemia me costó mucho, no tenía energía. Me dí cuenta de que no se habla de las personas LGBT indígenas, migrantes, pobres. Pero existimos. No es verdad que todas las lesbianas son lindas, como te muestran  las redes”. O sí, con la belleza propia de cada persona y no de los estereotipos.

Caen algunas gotas. “No te dicen que si te das cuenta que te gusta una chica vas a llorar, te va a dar miedo, quizás vas a sentirte sola”, reclamó. Pero a veces, llueve con sol. “Ya es hora de que empiece a nombrarme, y si mi familia no está de acuerdo, está bien. Yo quiero hablar de esto con mis hermanas”, dijo Kendr@.

Y si llueve con sol, hay arcoiris. “No sé si soy lesbiana, pansexual, queer o qué. Sólo descubrí que no está mal sentir lo que siento”.

 

Bio: Noelia Leiva es licenciada en Periodismo (UNLZ), fotógrafa y magister en Comunicación y Derechos Humanos (UNLP). Fue coeditora de la sección Géneros de Marcha Noticias y reportera en la investigación federal colaborativa de Chicas Poderosas Argentina «Los Derechos No Se Aíslan». Es responsable de prensa de “proyecto mirar”, el monitoreo de CEDES sobre la aplicación de la Ley IVE en Argentina.

No te pierdas «La sonrisa de Justina, trabajadora doméstica migrante»,
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Este contenido es parte de una cobertura colaborativa entre cinco medios —Distintas Latitudes (México), Morras explican cosas (México), La Antígona (Perú), La Andariega (Ecuador) y Revista Colibrí (Argentina)— de la Coalición LATAM, una iniciativa para impulsar el crecimiento de nuevos medios fundados por jóvenes periodistas. Este reportaje fue posible gracias al Fondo de Respuesta Rápida de Chicas Poderosas e Internews.

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