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"Árbol genealógico" – Vuelos de emergencia | Revista Colibri
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«Árbol genealógico» – Vuelos de emergencia

Por Joaquina Be

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Me despierto en mi cama, transpirada, con el ruido del teléfono. Agarro el reloj con una mano mientras compruebo que sí, que sigo teniendo dientes con la otra. Me tendría que haber despertado hace hora y pico, pero al menos amanecí con dientes.

Es la tercera vez en lo que va del mes que sueño que se me caen.

Atiendo al ring-ring que me da los buenos días. Es mi viejo, me pregunta si sé algo del abuelo Domingo. Desde que viven en diferentes países me volví una especie de intermediaria. El único momento en que mi viejo lo llama a su casa es cuando sabe que yo también estoy ahí.
Le digo que ese mismo día lo estoy yendo a visitar, que estoy preocupada desde que leí en Internet que cuando soñás que se te caen los dientes es porque se va a morir alguien. Mi viejo se ríe y dice: “Seguís tomando Coca-cola antes de irte a la cama? Ya te dije que el azúcar hace mal antes de dormir”. Me enojo y le corto, porque con mi viejo siempre es más fácil si actúo como si tuviera nueve años.

Mi abuelo Domingo vive en Caseros. Desde que mi viejo era chiquito y tenían un montón de animales. O al menos eso me gusta creer desde que vi una foto de mi viejo con un patito en el patio de la casa. Siempre me resultó tan tentador rellenar los vacíos del pasado ajeno con contenido ficticio. Me resulta imposible no creer que salí de ahí, de la casa llena de animalitos. No es sorpresa que me sea tan fácil mentirme, hasta con mi propio pasado. Lo llevo en la sangre.
Mi abuelo siempre cuenta historias de un tal Renzo que según mi viejo no existe, pero yo creo que sí lo hace.
Cuando mi tío y mi viejo eran chicos, Domingo llegaba todos los días a casa diciéndoles que iba a cerrar la fábrica donde él trabajaba y se iban a quedar en la calle.
Todos los días.
Y todos los días le creían.
Así fue como al crecer, ambos simplemente se pasaron a la religión de los que se convencen de que odian para no querer. Porque con los viejos esa siempre es la más fácil, cuando lo sepan muerto el dolor se va a trasladar a otras partes que a simple vista no va a hacer tan mal.

En el tren camino a su casa pienso en que hace mucho no lo veo. Dejé pasar tanto tiempo… Es que me pesaba la corona, esa que me había puesto toda mi familia cuando nací. Nieta o hija perfecta, era lo mismo. Porque todos se acuerdan de que yo era tan calladita cuando era chica, y tan linda, y tan inteligente.
Dicen que toda la gente en la calle se daba vuelta a mirarme porque sabían que yo era especial. Eso dicen: “sabían”. Es mi familia, que siempre fue muy rara.
O muy “especial”.
Mi abuelo materno era corredor de autos, hasta le ganó a Fangio en una corrida. Hubo un día en que mi vieja soñó que chocaba en la ruta y le pidió que por favor no se fuera de viaje. Se fue igual y volcó el auto. Estuvo internado con fracturas un buen tiempo.
Mi vieja soñaba muchas cosas que pasaban también. Una vez me convenció de que yo tenía un espíritu que me seguía a todos lados y movía cosas por mí. A mí me daba miedo, pero ella decía que era bueno. Había veces en que el miedo se iba, y yo me iba también a otro lugar en el que su expresión serena simplemente me sedaba y todo volvía a su justo lugar. Ese lugar que dejó de existir para siempre el día que ella murió.
A veces creo que la extraño, pero ya no lloro.
Quizás sea por tanta anestesia de mentiritas que me suministré para no sufrir. Me acuerdo mucho del día en que murió porque llovieron dos días seguidos, y ella siempre tan idealista decía que cuando llovía mucho era porque el cielo lloraba una muerte importante.
Ahora lo pienso y me arrepiento de haberme inducido a ya no creer en nada, porque todo eso que pasó me suena a eso, a vacío.
Mi viejo, en cambio, es especial pero de otro modo, es de ésos que se hacen medio los boludos. De los que eligen hacerse los dormidos. Hay veces en que se emborracha y larga todo, desde una historia de una novia fantasma que vio saliendo de un cementerio del Chaco, hasta cosas que sabe que van a pasar, porque dice que se las dijeron, o que las vio. Algunas pasan, de las otras ni me entero.
Yo en cambio no nací con ningún “súper poder”, sólo le presto mucha atención a las cosas a tal punto que parezca que a algunas otras, las adiviné.
En el primario me decían bruja por “adivinar” las notas que se iban a sacar mis compañeras. La mayoría de las notas las había pispeado de la planilla de la maestra, yo me sentaba en el primer banco. Y así ganaba un pequeño instante en el que dejaba de ser Nadie, porque hasta ser una bruja era mejor que no ser nadie.

Próxima estación: Caseros.
Me pongo la capucha para hacerme un poco la ruda, saco un pucho de la caja que tengo en el bolsillo y avanzo hacia la puerta. En Caseros siempre entro en un flash de que la capucha y el pucho son dos formas de pertenecer al conurbano, o al menos de parecer mala en el conurbano.
Me acuerdo de que una de las últimas veces que vine a Caseros fue porque me ofrecí a llevar a la perra de mi abuelo al veterinario con un amigo. Con la distracción de la perra, mi amigo se robó un frasco de ketamina. Después la cocinábamos. Podíamos pasar horas y horas tomando esa mierda. Con la keta se distorsionan los sentidos de tiempo y espacio: un día llegué a pensar que mi cuarto era un muelle y estuve una hora “contemplando el mar” que era mi pared. Y la realidad ya no dolía, ya no hastiaba. En ese momento estaba complicado conseguirla. Antes conseguíamos jeringas de ketamina de caballo, del hipódromo, pero hubo un día en que se pudrió todo y no pudimos conseguir más. Mala suerte. Me dio tanta pena usar a mi abuelo de excusa para ese robo que creo que por eso me resultó tan difícil volver acá.
Pero acá estoy.
Bajo del tren. Me tomo un instante para mirar la estación, el puesto de diarios, el puente que va por arriba de los rieles. Caseros. Ya en la calle me tomo un remis, nunca me acuerdo para qué lado son las diez cuadras que tengo que caminar hasta su casa.
Toco el timbre una vez. Nada. Nadie. Dos veces. Nada. A la quinta vez sin respuesta me impaciento y llamo a mi tío para preguntarle si sabe algo de mi abuelo. Me dice que hoy a la mañana lo vio en la casa, que capaz se quedó dormido. Me acuerdo del sueño y me asusto, e intento trepar la reja. Y aparece mi abuelo, justo en la esquina, con su bicicleta en la mano. “Qué hacés? Justo había ido a comprar pan”. Suelto las rejas y le doy un beso. “Cómo estás tanto tiempo, che? Pasá pasá, viste lo grandes que están las albahacas?”. Y sí, es verdad. Están grandes las albahacas. De todos modos les paso la vista muy por encima, y vuelvo a él, que está re flaco. Mucho más flaco de cómo lo recordaba. Me angustia un poco reconocer en él un nuevo rasgo de vejez.

Pasamos adentro, en su casa siempre hace mucho frío y hay mucha mugre. Me ofrece algo de tomar y saca su vaso marrano de la heladera. Con mis primos le decíamos “vaso marrano” a un vaso que mi abuelo jamás lava, del que sólo él bebe y al que guarda con o sin contenido en la heladera. Nunca nadie le preguntó por qué hace eso, pero creo que a los viejos simplemente hay cosas que nunca nadie les pregunta. Sirve tres tipos diferentes de aceitunas en la mesa porque no se pudo acordar de cuál era la que más me gustaba y saca tres fuentes gigantes del horno llenas de empanadas de carne. “Porque sé que no te gustan”, agrega, y se ríe. Me ofrece el control de la tele, yo pongo los dibujitos.
Domingo se entretiene contándome historias mientras yo me imagino que son historias que nunca le contó a nadie, y escucho con más atención. Me cuenta que dejó de criar canarios porque una vez tuvo dos canarios, que tuvieron cinco pajaritos. Un día los fue a ver y la pareja de canarios estaba muerta, uno frente al otro, y uno de los hijos también. Le pareció tan injusto que no quiso saber más nada, a la semana ya había vendido a todos los pájaros. Agrega “Yo no entiendo a la muerte, si hay algo que nunca voy a entender es cómo funciona”.

También hubo un tiempo en que criaba conejos. Cuando yo era chica comíamos muchas veces conejo en lo de mi abuelo. Cuenta que un día notó que todos los conejos tenían nombre. No podía matar a un animal que tenía nombre, dice. Y me doy cuenta de que tanto tiempo que perdí, intentando saber quién soy o qué quiero fue inútil. Porque una parte de mí, es esto, mi carga genética. Mi familia y su pasado. Si hubiera gastado el tiempo que gasté en noches y porquerías en interrogar un poco siquiera a mis raíces capaz la historia de hoy habría sido distinta. Y me alegro, de haber venido hasta acá, a verlo hoy.

Domingo sigue y sigue hablando mientras yo pienso en todo esto. Cuenta una historia de una prima suya que falleció. Él fue el único que la despidió antes de morir, porque ya sabía que ella iba a morir ese día. Y las historias siguen, y siguen. Hasta me recuerda que yo era la única a la que dejaba acariciar a los conejos cuando todavía tenía el criadero, “porque yo era especial”.
Y de nuevo llega esa palabra que siempre me trae la simple culpa de no ser nada de lo que todos ellos esperaban que fuera. “Especial”.
De especial, nada.
Paso un rato más con él y le digo que me tengo que ir, aunque no tenga que hacer nada. De repente me dieron ganas de llorar. Me llevo algunas empanadas para casa y le pido que me indique el camino hacia la estación. Salgo apurada y camino muy rápido hacia la esquina, donde doblo y sé que ya no me puede ver. La primera lágrima cae tan velozmente que ni siquiera la pude ver venir. Después le sigue otra, y otra.
Pienso en la idea de que mi abuelo se muera pronto, pienso en todo el tiempo que desperdicié en cosas que mañana no van a valer nada, en gente que al día de hoy ni siquiera se acuerda de quién soy o quién fui. Me enojo porque nunca le dije que para mí él era especial, porque nunca le di un abrazo de esos grandes de verdad. Me enojo por ser tan fría, porque los golpes sean mi forma de demostrar afecto. Y sigo llorando hasta que me detengo un segundo, y me doy cuenta de que no es eso lo que más me asusta, lo que me da realmente miedo es la vejez: hoy la vi a la cara.

Pensar que estaba más flaco simplemente fue el primer indicio de que todos en realidad estamos caminando con los ojos bien abiertos, pero vendados, hacia la vejez que nos espera. Y mi cerebro simplemente dispara una idea tras otra. Pienso en que los ancianos huelen a humedad áspera como si su interior les estuviera un mensaje claro: es que son 75% agua y se están desintegrando. Algún día ese va a ser mi olor. Algún día esta sociedad me va a condenar a ese hueco inútil al que condenan a todos los que superan cierta edad. Algún día me voy a conformar a simplemente esperar que los virus vengan a comer mis entrañas, arrasar con mis linfocitos T. Voy a esperar y esperar en las colas de farmacia más veneno por prescripción médica y más llamados que no llegan de toda esa gente que ya ni siquiera voy a saber si existe. Y lo sé porque mi abuelo ya no me llama, espera que lo llame. Toda una existencia que se resume en esperar que el día que los cuervos se lleven tu piel, al menos eso no duela, al menos no seas tan inútil, al menos puedas caminar. Me acuerdo de toda esa época en la que me quería tatuar “Live Fast, Die Young”, como si no fuese a haber nada más que eso y me pregunto si a mi abuelo le habrá pasado lo mismo.

Porque lo veo feliz, y el problema debe ser que conformarse y ser feliz a simple vista se ven muy similares. Después de tres cuadras de llanto ininterrumpido me enojo al sentirme vulnerable, y paro.
Me pongo la capucha de nuevo, mi pequeño escudo del mundo, y sigo caminando, hasta que veo una bici que pasa muy cerca de mí. Es mi abuelo el que está encima. Frena y se baja. “Qué tonto soy che, si te podía acompañar a la estación. No me di cuenta”. Vamos todo el camino hasta el tren hablando. Le pregunto si quiere que le lleve la bici y me dice que no, “que él puede”.

Antes de subir a la estación le digo que me encantó verlo hoy, y ahí sí, le doy el abrazo más grande de todos. Me subo al tren llena, lo sé porque no puedo parar de sonreír.
Hace mucho no me sentía así. Cuando llego a casa llamo a mi viejo para decirle que lo vi al abuelo, que es el mejor abuelo del mundo y que me encantó verlo hoy. Mi viejo se ríe y me dice “tiene sus cosas piolas el viejito”. Esa noche duermo y sueño que estoy de nuevo en la casa de mi abuelo, en su mesa redonda, comiendo empanadas. Le digo: gracias. Él me dice: gracias a vos.
Tres días después me llama mi viejo. El abuelo Domingo murió esa madrugada, y desde ayer que no para de llover.

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