Loader
Biografía del nebulizador | Revista Colibri
617
post-template-default,single,single-post,postid-617,single-format-standard,bridge-core-1.0.5,ajax_fade,page_not_loaded,,qode-title-hidden,qode_grid_1300,qode-theme-ver-18.1,qode-theme-bridge,disabled_footer_top,disabled_footer_bottom,qode_header_in_grid,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.2,vc_responsive

Biografía del nebulizador

Por Nicole Martin

Nací el día que toqué su rostro. No físicamente, claro. Ya había vivido un par de meses en un depósito de Almagro, aunque originalmente me ensamblaron en una fábrica de Paternal. Pero el día que llegué a sus pulmones fue mi primer recuerdo. Ella había salido del vientre materno tan sólo nueve días antes de conocerme. Era tan pequeña.
La primera vez que la ayudé a respirar se resistió un poco. Lloró mientras su mamá me presionaba contra su cara. De a poco fue dejándome entrar. El ruido de mi motor la adormecía y yo sentía que el mundo se expandía a mi alrededor cuando me dejaba espiar sus sueños.
A medida que fuimos creciendo –juntos- formamos un lazo más fuerte que el asma que nos unía. Ella me necesitaba. Yo la necesitaba a ella. Cuando nos separábamos, la esperaba, paciente, listo para ayudarla a respirar. A veces corría hacia mí como una niña asustada y yo tenía que esforzarme por encenderme rápido. Ni una sola vez le fallé.
Sin embargo, cuando se hizo más grande, fueron más los momentos de soledad. Tuve que entender que ella tenía una vida más allá de nosotros y acostumbrarme a la idea de que -quizás- algún día la iba a tener que dejar ir.
Pero ella era mi vida. Sus miedos, sus deseos, sus promesas, sus espasmos eran lo único que movilizaba mi motor.
De repente, empezó a espaciar nuestros encuentros. Me buscaba una sola vez en el fin de semana. A veces, ni siquiera. Empecé a darme cuenta de la verdad lentamente. Ella nunca me había amado. Nunca fui nada más que su broncodilatador.
Cuando ya tenía veinte años, me alzó y me cargó hasta la cocina. Aterrorizado, le grité que no me alejara de ella. Que no estaba listo para dejar sus pulmones. Que sus bronquios no iban a poder funcionar sin mí. Seria, me limpió una vez más y me colocó en una bolsa. Cuando me di cuenta que estaba dentro de un vajillero, intenté encenderme para hacerla razonar. No pude. Lo intenté otra vez. Tampoco.
No sé cuánto tiempo pasó desde ese momento hasta el día final. La desesperación se fue convirtiendo en odio a medida que la oscuridad avanzaba dentro de mí. Ella me había abandonado. El amor me cegó demasiados años hasta que lo pude ver.
Una noche, la luz me sobresaltó. Estaba recordando los momentos que había vivido con ella cuando volví a ver su rostro. Olvidé todo dejo de odio que había almacenado. Ella había vuelto por mí.
Me lavó una vez más y me llevó a su cama. Escuchaba su respiración entrecortada y sabía lo que significaba. Me preparó rápido, como cuando era pequeña y temía morir de asfixia. Pero cuando intentó encenderme, mi motor no respondió. Aguardó un momento y volvió a intentarlo. No lo logró.
Desesperado, me odié. ¿Por qué ahora? ¿Será que soy demasiado viejo? Maldito sea mi motor y mi minúsculo ser.
Ella no lo dudó. Después de probar mi interruptor dos veces más, me arrojó a la basura. Lloré al lado de la cáscara de zapallo y los pañuelos usados. No pasó demasiado tiempo hasta que recogieran la bolsa y la depositaran en un cesto más grande.
Estos son mis últimos momentos de razón. Sé que el fin se acerca y que va a doler, pero no tengo miedo. Sólo deseo que ella no necesite a nadie más. Imploro que mi existencia en su vida haya sido tan única como la de ella en la mía. Recuerdo por última vez el ritmo de su respiración. Me dejo ir.

 

Ilustración: Rick Beerhorst

No Comments

Post A Comment