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Cuando fuimos los reyes | Revista Colibri
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Cuando fuimos los reyes

por Román Failache

Llegamos devastados. Afanados. Pisoteados por un dolor fraguado en un terreno sumamente hostil. Ellos dejaron a un país entero tirado en un suelo helado. Los marcaban a dedo y se los cargaban, como cuando uno jugaba con las hormigas y la lupa. Nos quedamos sin aliento.
   Por eso no era un partido más. Cuatro años eran un ratito para olvidarnos de todo lo que había pasado. Era una lucha profana contra el orgullo y el saber que, al menos, en algún lugar tendríamos revancha. Era identidad. El único terreno donde les podíamos ofrecer una batalla digna. Once contra once, sin disparidades ni influencias económicas ni tecnológicas. La chance era una sola.
   Allá fuimos, con la única espada que el país, todavía mudo y en shock, representado por él y por esas veintidós personas más que viajaron a México, podía blandir. «Este no lo podemos perder, ¿está claro, muchachos? Acá hay que dejar la vida por los que la dejaron allá, ya saben dónde. Somos once contra once y los vamos a pasar por arriba, ¿entienden?». Su voz se oyó como un grito de guerra, embanderado en el abrazo que todas las madres se guardaron, pero que se tuvieron que atragantar.
   Había que pisotearlos, tal y como ellos, esas inertes almas, nos lo habían hecho. No alcanzaba con meterles uno y seguir en el camino; teníamos que destruir su corazón helado demostrándoles que éramos mejores, que no éramos poca cosa. Que se estaban poniendo enfrente de un león apresado, vestido de azul y blanco.
   Y allá fue él. Con su mejor arma, la número diez en la espalda, a hacer lo que más sabía. Primero, los afanó, como si fuera un calco de lo que había ocurrido cuatro años antes. Les sirvió un plato de la argentinidad más pura, cocinado en los potreros de la Villa Fiorito. Puso la manito ahí, donde el tunecino Bennaceur no pudiera verla, y la empujó con la ayuda de las 649 almas que alentaban desde las tribunas más altas. Para cuando miró de reojo al medio, el anzuelo había sido mordido. Justicia poética.
   Y, acaso, como si esto fuera poco, demostró que además de pillo, es un fenómeno, que no tiene ni tendrá igual. Porque después la agarró en mitad de cancha y, aunque tenía opciones de pase, se la quedó siempre; aunque le respiraban en la nuca, fue más veloz; y aunque parecía que se la iban a pellizcar, jamás titubeó y la llevó al área. La protegió como no lo hicieron esos hijos de puta que mandaron a los nuestros a una batalla perdida antes de empezarla. Siempre bajo su manto albiceleste. Se dio el gusto de dejar tirado a Shilton en el piso y de mostrársela un segundito de más, para que viera de cerca que iba a quedar, para siempre, en la historia de los ridiculizados. Y con la epopeya lograda, dejó que ellos la sacaran de adentro y se fue a la esquina, a que ese estrepitoso grito de satisfacción retumbara en todo el Estadio Azteca. Para los que estaban y por los que no pudieron estar.
   Tal vez 30 años no hayan sido suficientes para entender la magnitud de esa hazaña. Así y todo, hay quien se permite el descaro de cuestionar a la persona que se cargó al hombro el momento deportivo más importante de la historia de nuestro país y nos glorificó para siempre. Nos inmortalizó en todos los libros de historia, en todos los cuadros y cuentos, y en los relatos de los abuelos a los nietos. Tuvo sentido de pertenencia con nuestra bandera y la hizo respetar en el momento en que más resquebrajada se encontraba. Fue más que un partido y él fue más que el autor de dos goles. Fue el aliento que nos robaron. Fue la identidad. Fue el abrazo al cielo de cada madre. Fue revancha. Y por eso él fue, es y será indiscutible.
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