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De putas y trenes: notas sobre la violencia en una relación | Revista Colibri
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De putas y trenes: notas sobre la violencia en una relación

Por

Un ensayo de La Desvelada

Acto 1. La tensión

Lo quise visitar por su cumpleaños. Él vivía en Inglaterra, por lo que casi cada seis meses organizamos todo para viajar juntos. Era mi último semestre en la universidad. Unos días antes de mi vuelo, me compró un boleto de tren para llegar a su ciudad. “Compra el del horario flexible, por cualquier cosa”, le dije. “No te preocupes, va a salir bien”, me contestó. El correo con mi boleto decía:

“Hello beautiful, see you in Leeds!

Te amo.

Forever your tonti. xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx”

El día de mi vuelo el equipo de pilotos y sobrecargos se atrasó por el, nada sorprendente, tráfico de la Ciudad de México. Salimos una hora tarde, lo suficiente para saber que no llegaría a tiempo a la estación de tren en Londres. Le avisé y él apenas iba despertando. Las siguientes diez horas las pasé nerviosa, tratando de buscar una solución que moviera ese avión más rápido. Como había previsto, perdí el tren. El nuevo boleto me costó más de cien libras porque era de último minuto. Ahora que, según cualquier publicación pitera de redes sociales de “sé feliz y positivo”, podría haber respirado y agradecer que por fin llegué y estaba con el amor de mi vida, festejando su cumpleaños. “¡Vive el momento!”, diría.

En su lugar, estaba harta de gastar buena parte del dinero que llevaba para el viaje en un error estúpido que sabía desde un mes atrás. Nunca he sido la más optimista, como verán. Realista me describe mejor. Cuando llegué le quería gritar: “¡te lo dije cabrón!”. Ah, y por si fuera poco, tampoco reservó el hotel a tiempo y lo mandaron a uno medio alejado del centro, que no estaba mal, pero me había prometido el Queens, el cojonudo.

(Si ya estamos hablando de una historia difícil, por qué contarla triste ¿no? Mejor nos reímos un rato).

Por supuesto que no tenía ganas de besarlo o de amarlo, eso sí: me dibujó un corazón en la cama con dulces que había comprado, seguro en las horas que yo llevaba ansiosa en el avión. Lindo, pero las cien libras no se me olvidan. De todos modos lo besé y cogimos porque a eso iba y pensé: “para esto esperé tres meses”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Por la mañana todo se había calmado un poco, se fue a trabajar y pude relajarme, caminé por la ciudad, me puse guapa y esperé a que regresara. “El pobre de todos modos se esforzó”, me decía. En esos días cambiamos varias veces de hotel porque el cuarto era muy caro y nos movimos a un departamentito con vista a la plaza central, en el que tuve que recibir la llave de una señora poco agraciada y mayor de 60 que me repetía un nombre y muchas frases que no entendía, a lo que yo solo asentía con la cabeza y sonreía. “Yes!” fue lo único que logré decir y me encerré en el cuarto para esperar que él volviera. El acento del norte de Inglaterra es casi casi como si te hablaran alemán sin saber una palabra. Al día siguiente la mujer llegó a interrumpir nuestro desayuno porque teníamos que dejar el cuarto, que habíamos reservado por tres días. Resultó que mientras yo asentía, había aceptado que mi nombre era Jozefien, era holandesa y que iba a la ciudad por una noche, y él arregló el malentendido. Nos reímos y yo no lo decía, pero en cada uno de esos momentos me sentía realmente tonta. Con su familia tampoco hablaba por el mismo problema. Veinte años de estudios de inglés no me servían para pedir que prendieran la calefacción. Y como tampoco son tan hospitalarios, como en México, si yo no hablaba, ni él ni ellos me incluían en la plática. Me acostumbré a ser un mueble con los adultos y mejor a jugar con los niños, que eran más fáciles de tratar.

Acto 2. El incidente

Un malentendido en un viaje se convierte en anécdota, pero vivir en una relación con alguien de otra cultura convierte estos malentendidos en una constante que te agotan de tener que explicar tu ser a alguien más.

Pero vamos a agregar un poco de picante a esta situación. En nuestro viaje anterior hablamos de cuántas parejas sexuales habíamos tenido en la vida (¡¿por qué la gente pregunta estas cosas?!) Aunque mi respuesta fue un número menor al suyo, seguramente quería que le dijera que llevaba diez años esperándolo en una torre, porque puso una cara de incredulidad, y caí completamente de su gracia. Poco tardó en enfurecerse y decirme que era una puta. Él no fue el primero en decírmelo, pero fue el que más dolió. Ahora, unos meses después, no habíamos resuelto del todo la situación, y el pleito resurgió luego de una noche en que nos emborrachamos y en camino de regreso a casa una mujer que estaba ahogada en la calle me gritó algo ofensivo, según él, porque seguí caminando.

—Te gritó zorra, me dijo.

—Ah, ¿en serio? Yo ni le entendí.

En el departamento empezamos a hablar de esto. Para mí no importaba que alguien me lo dijera o lo pensara, pero ¿él?, que me había visto con el amor que nadie antes lo había hecho. Sólo recuerdo que nos estábamos gritando. Yo lloraba mientras decía que él nunca me había querido. Si el único hombre que me amaba creía también que era una puta, ¿lo era? ¿Lo soy?

De las veces que nos peleamos él casi nunca gritaba, siempre me seguía en silencio, caminaba lento o me decía que ya me tranquilizara, pero en varias ocasiones me dejó muy claro que dudaba de mí, lo que yo no, y así empezaban los pleitos.

Después de unos días, fuimos a visitar a sus amigos a Manchester, a quienes conocí en el viaje anterior. Ese día era su cumpleaños. Yo iba emocionada por lo bien que me habían caído y por conocer una ciudad nueva, pero un poco nerviosa. Llegamos en un tren lento, porque él decía que era más romántico, pero a la mitad del trayecto me dijo que sus amigos ya estaban ahí y tuvimos que cruzar media ciudad apresurados. Cuando llegamos, el que abrió la puerta lo saludó feliz y luego de una pausa, me dijo: “¡Oh! No sabía que tú venías”.

“Hijo de la chingada”, pensé, pero le dije “Hi” y me pasé. Adentro había tres hombres más: al que ya conocía y los roomies del vato de la puerta. Y me saludaron con la misma efusividad de una jirafa… Exacto.

Nota mental: no en todos los países los amigos de la peda se consideran tus amigos después de la peda como en México. 

Más de esta Desvelada: En una ruta del Báltico

Ya con unas cervezas encima comencé a hacer bromas sarcásticas que no le gustaron al roomie. El nivel de tensión aumentaba, pero yo lo trataba de ignorar. En un momento en que subí al baño, recuerdo que a mi novio le pusieron un video de cuando Marilyn Monroe le cantó las mañanitas a Kennedy y lo quitaron cuando regresé. “It ‘s okay”, les dije, trying to be cool. Salimos con ellos a un bar y luego a otro, seguía sin entender mucho de lo que decían y los ataques del roomie eran cada vez más directos y groseros. Mi novio no decía nada. En un punto me empezaron a molestar porque cuando hablaba los tocaba mucho. “Así hablamos en mi país”, les dije, pero ellos insistían en que las mujeres sólo hacen eso cuando insinúan que quieren coger. Harta es poco. Ya no sabía cómo escapar de una dinámica tan machista, así que le marqué a una amiga y comencé a tomar fotos para distraerme.

Las cervezas seguían llegando, yo seguía tomando fotos, algo que parece que los güeros no hacen en la peda, y preguntando a mis entonces conocidos y a extraños si sentían que me les insinuaba de la forma en que les hablaba ya a manera de burla. A un vato que cruzamos en la calle le enojó tanto que me le acercara, que me empujó y entonces mi novio y sus amigos casi lo golpean. “La gente es muy violenta por aquí”, pensé.

Cuando llegamos a la casa, subí a conectar mi celular porque ya ni intentaba hacer el esfuerzo de entender lo que decían. Entonces leí en Facebook que uno de mis amigos de la uni estaba desaparecido. Y exploté. Lloraba por mi amigo, por mi abuela que había muerto un mes atrás y por sentirme tan fuera de lugar, porque las diferencias eran tantas entre nuestras culturas, que por más que quisiera, nunca iba a encajar. Después de un rato, vino a verme y volvimos a pelear: “¡¿Por qué no les dijiste nada?! Esperaba que me defendieras”.

“Ni conozco a ese wey, no me pareció importante”, y me pedía repetidamente que me callara o que parara. “¡Extraño a mi abuela!”, le grité en llanto, “pero ya es tarde”, me contestó, “ya todos duermen”.

 

 

 

 

 

 

 

Entonces me paré y fui al baño para limpiarme la cara y dormir, por fin. Cuando regresé, mi celular no estaba donde lo había dejado, lo prendí para ver la hora, y me di cuenta que la pantalla estaba estrellada. “Qué raro”, pensé, “si hace un minuto estaba bien”. Me acerqué a preguntarle qué había pasado, pero dormía. No me contestó y después de insistir un poco, entendí. Aventó mi celular hacia la puerta cuando salí del cuarto. Sacó todo su enojo con ¡mis cosas! “Nunca te pegaría”, me había dicho en una ocasión, “vi tanta violencia con mi madre y mi hermana cuando era chico, que nunca lo repetiría”. Pero ¿por qué con mi celular sí?, me pregunté, ¿Se habrá esperado hasta que salí?, o, ¿pretendía aventarlo a mi cabeza? ¿En qué momento había llegado a una relación violenta? Yo era la que le decía a mis amigas que dejaran al novio a la primera provocación, ¡yo había tomado talleres en la escuela! Yo… sabría identificarla a tiempo. Tantas preguntas quedaron al aire y ya no tenía lágrimas, sino mucho coraje. Al día siguiente tomaría mi boleto de tren y regresaría sola antes de que se despertara.

Acto 3. La luna de miel

En Manchester no tenía ni una cobija para taparme en la sala llena de botellas de cerveza a medio tomar. Tampoco tenía ganas de buscar a cualquiera de sus amigos, que claramente no se habían preocupado por mí en toda la noche. Regresé a tientas y le dije con todo mi orgullo que tenía que dormir con él porque hacía demasiado frío, pero me volteé hacia la pared. Por la mañana tomé mis cosas y revisé los boletos. Cuando estaba a punto de irme, pensé: “de todos modos tengo que regresar a su casa por mi maleta y me queda un día aquí; sería muy incómodo llegar sin él”. Decidí esperar un poco más, a que se despertara y decirle.

“Ya no quiero estar contigo”. 

Se me quedó viendo con sorpresa y ahora el que lloraba era él. Seguí. “Yo no voy a tolerar una relación violenta y lo que hiciste con mi celular sobrepasó todos mis límites”. Mi madre me enseñó que eso era inaceptable y de ella me acordaba mientras repetía “ya no quiero estar contigo”. Y en ese momento me sentí libre. Incluso me dije: “que no te venzan sus lágrimas, mantente firme”, pero él dijo que no sabría qué hacer sin mí.

—Lo siento mucho, estaba enojado de que no dejabas de llorar y lo aventé sin pensar.

El tren que me llevaba hasta Leeds ya había salido. Tendría que esperar dos horas más al siguiente y pensé: “bueno, tal vez mientras espero, podemos aclarar las cosas”. Y de un pensamiento a otro, encontraba ideas que me decían que yo me había pasado al tomar tanto y él hizo lo que cualquiera haría en una situación de desesperación, pero estaba incómoda.

—¡I’m so sorry!— cedí, —creo que todo se juntó: tenía muchas cosas guardadas, no había llorado por mi abuela, tu amigo me trató muy mal y me dolió que no me defendieras, pero ¡te amo!

Él me dijo que también me amaba y me abrazó muy fuerte, como un niño. Limpié sus lágrimas. Los días y meses siguientes volvió a ser muy tierno. No tuvimos un solo pleito cuando me visitó en México y decidimos mudarnos juntos y seguir viajando. Lo único que yo quería era no volver a ver a sus amigos. Sin embargo, esa mañana que se quedó abrazándome un rato, me volteé de nuevo hacia la pared y sentí cómo los sentimientos de determinación y de libertad se desvanecían. Se alejaban como el último tren.

Epílogo

El ciclo de la violencia de Leonore Walker de 1979 describe estos tres actos que se pueden repetir, sin fin, hasta que uno de los dos decida cambiar los patrones de conducta. La última fase, la luna de miel, es la más peligrosa porque la víctima de violencia cree que el abusador va a cambiar y lo justifica, y conforme los ciclos son más frecuentes y más intensos, esta etapa puede ser más corta o inexistente.

Este evento de mi relación fue el de violencia más visible, pero cada uno de los momentos de tensión llevan una pizca en sí que conforman la violencia emocional, la más difícil de identificar por la sutileza: desde que no hacía caso de lo que yo decía, o dudaba de mí, o cuando no me dijo que la reservación no había quedado (esa sí que me dolió) hasta cuando dejó que sus amigos también me atacaran.

A las mujeres que han vivido eventos mucho peores, las abrazo. Mi único objetivo con esta historia es tratar de detener esos círculos, que sí son detectables, porque es posible salir de ellos, pero no sola. La violencia NO es normal.

A mí me tomó un abandono de su parte y tres años más (en ese orden) con mucho trabajo y redes de apoyo para que al fin decidiera no volverlo a ver o contestarle. Incluso después de terminar nos seguimos buscando, a pesar de la distancia. Una recae, no por tonta, sino porque es muy complicado salir de estos círculos de violencia por lo mucho que invertimos en la relación. Dicen que tardamos hasta siete veces, pero en esta tesis de Valle Armas Ruiz se explica mejor.

En una libreta que tiene de portada a Mafalda gritando “¡Basta!” escribí muchos fragmentos que me ayudaron a construir este texto. Entre ellos, éste:

Quiero amar otra vez y sentirme amada

Y ya no quiero sentir que me ven como una puta 

BASTA.

 

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