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Del segundo sí se acuerdan | Revista Colibri
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Del segundo sí se acuerdan

Por Román Failache

«No busques tu pistola. La saqué del cajón de la cómoda». Así se despidió Oscar Bonavena de Sally Conforte, la esposa del mafioso Joe Conforte, hombre al cual apuntaba como su próxima víctima. Tantos golpes y moretones recibidos a lo largo del tiempo habían inflado su guapeza considerablemente, y, esta vez, el orgullo por ver quién se quedaba parado más tiempo venía acompañado del fragor de la adrenalina. El incentivo no eran los dólares y la fama, sino la vida y poder contarla.

Bonavena siempre gozó de transitar por la delgada cornisa entre la vida y la muerte. Desde la violenta pelea por el título mundial ante Joe Frazier, que debió haber sido detenida, donde recibió duro y parejo, hasta el peligroso placer de coquetear con la casi sexagenaria esposa de un capo mafia. «La dulce y escalofriante satisfacción para el boxeador es la de haber enfrentado a la muerte otra vez y haberle levantado el puño», apunta Fernández Moores, y Ringo la desafió más de la cuenta, en innumerables ocasiones.

Su estadía en Norteamérica, mixturada con la picardía arraigada en el barrio de Parque de los Patricios, le enseñó a perder el respeto por el contrincante desde que era un púgil amateur, a humillarlo y, por sobre todo, a autopromocionarse. Si de algo sabía el Titi -como lo conocía su círculo íntimo- era de moverse solo. Así se generó todas y cada una de sus peleas: desde la disputada por el título argentino que le arrebató a Goyo Peralta, con quien se empecinó día y noche frente a los medios para que le diera la oportunidad de combatir, hasta la más recordada de ellas, ante el único e inigualable Muhammad Ali, con el que luchó gracias a una serie de falsos telegramas que le envió a la prensa con el objetivo de instalar su nombre para enfrentarlo.

Sin embargo, fueron el carisma, su «vocecita de flauta y su cara de bonachón», como señala el periodista Horacio Pagani, los atributos que le dieron a Bonavena aquella fama y reconocimiento mediático que su zurda, sus uppercuts y sus potentes ganchos no lograron conquistar. Algunos empecinados lo recuerdan como «el rey de los segundos», por sus recurrentes derrotas a la hora de tener que imponerse en las peleas importantes (Zora Folley, Joe Frazier x2, Jimmy Ellis, Muhammad Ali) que lo acercaran al tan preciado título mundial; para otros, el personaje que aparecía en televisión comiendo los famosos ravioles de Doña Dominga, su madre, empatizaba a la perfección con el estereotipo del argentino familiero y cálido. Y ni hablar de la imagen del porteño piola y sobrador, que alcanzó polos opuestos, generando amor y odio en distintos puntos del país.

Sus frases marcaron a fuego la jerga porteña y es al día de hoy que se repiten en cada charla. La de la experiencia, «ese peine que te dan cuando te quedás pelado», y la que describe al boxeo como «aquella profesión donde todos te dan consejos y, cuando suena la campana, hasta el banquito te sacan», son las banderas que uno de sus hermanos, Juan, quien se dedicó a viajar con él durante toda su vida, le confió al autor que repite en el día a día: «Siempre las uso porque él era un filósofo. No sé de dónde las sacaba ni cómo lo hacía, pero tenía 150 millones de cuentos. Era sensacional».

Para sorpresa de muchos, el personaje construido distaba diametralmente de la persona real. «Cuando las peleas terminaban, se iba al vestuario del rival y lo invitaba a cenar a lo de mi vieja, donde estábamos todos», apunta Juan, quien también agrega que, si le propinaba una linda paliza arriba del ring, «era el primero en acercarse a ver cómo estaba y pedirle perdón». «Tenía un corazón enorme, con los rivales y con su familia», recuerda.

Los pormenores del boxeo, una profesión ingrata que, paradójicamente, desconoce de campeones fuera de los estadios, lo llevaron a competir a Nevada por el pan y la torta. Durante sus últimos años de vida, su situación económica había empeorado mucho y la mano de Joe Conforte fue un vaso de agua en el desierto. Prometiéndole un dinero que para él significaba un vuelto, Bonavena se compró el paquete y viajó al estado de Nevada a recorrer sus últimos días de vida. Fue allí donde Ringo «se confundió y creyó que un vivo de Parque Patricios podía ser vivo con la mafia norteamericana», como relata Pagani. Viviendo en un remolque; asistiendo constantemente al burdel Mustang Ranch, del cual Conforte era propietario; gastando a cuenta el poco dinero que generaba; e intentando enamorar a Sally, esposa del italiano radicado en Estados Unidos, el 22 de mayo de 1976 se encontró con aquella señorita a la que tantas veces le había escapado. Ross Brymer, guardaespaldas del mafioso, le perforó el pecho con un rifle de larga distancia a menos de diez metros y Oscar, por primera vez, cayó sin poder levantarse. Su cuerpo, de 33 años, quedó tendido en la puerta del prostíbulo, y su nombre se convirtió en leyenda con la velocidad de sus jabs.

Fue tan corta como intensa la historia de vida del mejor púgil pesado del país, quien hasta se dio el tupé de elegir cuando partir: «Yo voy a morir a la edad de Cristo», repetía constantemente, coqueteando entre la broma y la ácida verdad. En la actualidad, Bonavena es una figura emblemática de la que poco se habla. La hinchada de Huracán, club de sus amores, solía entonar desenfranadamente el cantito «somos del barrio de La Quema, somos del barrio de Ringo Bonavena»; hoy, el terreno del fanatismo por el fútbol pasó a otro plano. Los 79 puntos de rating que marcó la batalla ante Ali (el segundo mayor récord histórico del país, tras el partido válido por las semifinales del Mundial 90 entre Argentina e Italia, que logró 82) significan solo un dato de color más en los libros.

Bonavena fue un claro exponente de la época. Entendió la idea de cómo hacerse conocido, pulió su concepto hasta lograrlo con creces y fue ejemplo de que, para triunfar, no hace falta ser un campeón. «Del segundo no se acuerda nadie», destacó Diego Simeone tras perder la final de la Liga de Campeones de Europa. A cuarenta años de su deceso, Ringo, aquel nene grande de Parque de los Patricios, sigue refutando máximas y cerrando bocas con su filosofía barrial: Sí que se acuerdan, Diego. Y de qué manera.

 

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