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(Des)cuidados | Revista Colibri
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(Des)cuidados

Por Irina Pilosoph Postan

Julieta se agarró la panza con fuerza. Un dolor punzante se expandía por la parte baja de su abdomen hasta hacerla retorcerse en el piso de su cuarto. Al principio pensó que se trataba de un fuertísimo dolor menstrual que cedería con unos cuantos antiinflamatorios pero, lejos de disminuir, el sufrimiento fue aumentando a lo largo de la noche. A las dos de la mañana el dolor se hizo insoportable. Definitivamente no se trataba de los ovarios, algo no andaba bien.

Cuando escuchó el llanto de su hija, Jorge fue hasta el cuarto para ver de qué se trataba, no era normal que Julieta se quejara así de una dolencia física y menos con lágrimas en los ojos. Cuando abrió la puerta y la vio doblada de dolor, no lo dudó ni un segundo: “Esto es apendicitis. Vestite que vamos ya a una clínica”.

Después de haber tomado unas cuantas pastillas para el dolor, Julieta pudo cambiarse e ir a un hospital privado en Saavedra. Cuando llegó y vio que no había nadie en la sala de espera de la guardia, supuso que no tardarían demasiado en atenderla y así fue. Unos minutos después, un médico estaba llamándola por su apellido.

En la revisación, el doctor le pidió a Julieta que hiciera algunos movimientos para ver qué tan intenso era el dolor. Por efecto de los analgésicos, la adolescente pudo cumplir con las posturas que el médico le indicaba sin que eso se tradujera en un sufrimiento atroz. Julieta intentó explicarle que su capacidad para hacer esas posturas se debía justamente a la ingesta de medicación. Entonces, él dio su diagnóstico: “Tenes gases, volvé a tu casa”.

Julieta estaba segura de que no se trataba de gases. Ella conocía su cuerpo y sabía que algo fuera de lo normal estaba sucediéndole. Pero quién era ella para discutir un dictamen médico. Después de todo, sólo tenía quince años. Hizo caso y volvió a su casa.

Al cabo de unas horas ni siquiera podía acostarse del dolor, así que intentó dormir sentada. A las siete de la mañana decidió que no iba a aguantar más ese padecimiento. Así que fue nuevamente al hospital convencida de que no iba a volverse hasta no ser atendida nuevamente. Estaba segura de que no se trataba ni de gases, ni de dolor menstrual, ni constipación, ni de nada que se le pareciera.

Finalmente le hicieron una ecografía y un análisis de sangre. A las doce del mediodía estuvieron listos los resultados: “Preparate que a las tres te operás. Tenés apendicitis”. Sin tiempo para pensar ni para pedir explicaciones -mucho menos, una disculpa-, Julieta esperó tres horas en una habitación que compartió con una mujer embarazada.

Después todo pasó demasiado rápido: la camilla, los pasillos, el camisolín quirúrgico, el quirófano, el suero, la anestesia, los enfermeros, los médicos…

Cuando despertó, un dolor inaguantable recorría su cuerpo. Pensó que se moría. Y al padecimiento físico se sumaba la angustia de no poder hablar ya que, de hacerlo, su panza se llenaría de aire y ahí sí que el dolor hubiera sido por los gases. Por eso, en los tres días de internación que siguieron a la operación, se le dificultó horrores expresarse. Es al día de hoy que Julieta recuerda ese post quirúrgico como el momento de mayor sufrimiento físico de su vida.

El pedido de disculpas, las explicaciones, la contención y la información sobre el procedimiento que iban a realizarle jamás llegaron. Esto viola de manera directa el artículo tercero de la ley 26.529 que reconoce el derecho a la información como uno de los derechos que tiene paciente.

“A los efectos de la presente ley, entiéndase por información sanitaria aquella que, de manera clara, suficiente y adecuada a la capacidad de comprensión del paciente, informe sobre su estado de salud, los estudios y tratamientos que fueren menester realizarle y la previsible evolución, riesgos, complicaciones o secuelas de los mismos”.

Lejos de ser un caso aislado, el de Julieta es simplemente una muestra de la violencia a la que estamos expuestos los pacientes. El discurso médico-científico se nos presenta como único e indiscutible. Por eso vemos como natural que ciertos profesionales de la salud procedan sobre nuestros cuerpos sin explicarnos qué nos pasa, ni informarnos sobre los distintos tratamientos entre los que podemos elegir -que pueden ser alopáticos o no-, los efectos secundarios que pueden tener esos tratamientos y sin un mínimo de contención para con la persona que tienen enfrente. Persona que, aunque no sea médica, tiene también un cuerpo, una mente y un alma que cuidar.

*

Cuando el médico habló, Lucía no supo qué contestar. Había acudido por un problema de sobrepeso que ya no sabía cómo solucionar. Y es que, después de haber hecho actividad física y las mil y una dietas que distintos nutricionistas le habían indicado, seguía sin poder perder peso. Estaba segura de que no se trataba simplemente de un problema alimenticio ni de sedentarismo.

“Señora”, dijo el clínico mientras revolvía el cajón de su escritorio en busca de algo, para luego añadir: “Qué lástima, no encuentro ahora la foto. Pero si la tuviera, se la mostraría. En fin, ¿vio usted algún gordo en Auschwitz? No, porque no comían. Yo le aseguro que usted en Auschwitz hubiese bajado de peso sin ningún problema”.

La referencia al campo de exterminio donde más seres humanos fueron deshumanizados para luego ser torturados, explotados y asesinados durante la Segunda Guerra Mundial, dejó perplejos a Lucía y su marido. Mauricio la había acompañado para respaldar que efectivamente cumplía con lo prescripto por médicos y nutricionistas y, que aun así, no conseguía adelgazar.

No era la primera vez que Lucía recibía este tipo de maltratos por parte de un profesional. Unos meses antes había acudido a un reumatólogo porque el sobrepeso estaba afectando sus rodillas. La respuesta del médico fue que si él la encerraba en el consultorio y le pasaba la comida por debajo de la puerta, bajaría de peso.

Es evidente que a la hora de atender a Lucía ni el médico clínico ni el reumatólogo tuvieron presente el artículo dos de la misma ley, que asegura que “el paciente tiene el derecho a que los agentes del sistema de salud intervinientes, le otorguen un trato digno, con respeto a sus convicciones personales y morales, principalmente las relacionadas con sus condiciones socioculturales, de género, de pudor y a su intimidad, cualquiera sea el padecimiento que presente, y se haga extensivo a los familiares o acompañantes”.

 

*

Unas ojeras violetas se dibujaban bajo mis ojos. Mi cara estaba pálida. Mis labios descoloridos completaban el cuadro de una migraña con aura. Quienes padecemos cefaleas fuertes podemos dar cuenta del dolor intenso que se siente en un lado de la cabeza cuando comienza este malestar. Con el correr de los minutos se van sumando los mareos, las nauseas, el dolor corporal y la fotofobia.

El neurólogo me había recetado dos pastillas: una de prevención, que tenía que tomar todos los días, y otra para cuando tuviese dolores fuertes. Al sentir los primeros síntomas del cuadro migrañoso, tomé media pastilla para el dolor y esperé. A la hora estaba peor así que ingerí la otra mitad, como me había indicado el doctor para esos casos. Además me duché con agua congelada, me puse paños de agua fría y me acosté con la luz apagada.

Pero me sentía cada vez peor. Llorando, llamé por teléfono a mi mamá porque ya no sabía qué hacer. Al escucharme tan angustiada, me dijo que llamase al consultorio del neurólogo. Cuando logré comunicarme, la secretaria me pasó con el doctor que me indicó que tomase media pastilla cada media hora hasta que el dolor cediese.

Después de tomar la tercer pastilla sin sentir ninguna mejoría y con un dolor en la cabeza que no puedo describir, volví a llamar. La secretaria me contestó que el doctor ya no se encontraba y que no podía pasarme su teléfono personal. Insistí. Era importante. En dos años que llevaba atendiéndome con el neurólogo jamás lo había llamado.

Tenía miedo. Sentía que mi cabeza iba a estallar de un momento a otro. Traté de dormir. Necesitaba que ese dolor desapareciera aunque fuera unos segundos porque no soportaba más. Cuando llegó, mi mamá me encontró tirada en la cama llorando y diciendo que tenía miedo de estar teniendo un ACV. Intentó calmarme pero era imposible así que trató ella también comunicarse con el doctor.

Ante la insistencia de mi mamá y el ruido de mi llanto de fondo, la secretaria se comprometió a comunicarse con el médico. A los pocos minutos llamó explicando que el neurólogo había indicado que yo fuera a una guardia e hiciese lo que me dijeran.

Estaba cada vez más desesperada. Pensaba que si el dolor no cesaba un instante me iba a morir. La situación era insostenible y entonces mi mamá llamó a urgencias. A los pocos minutos dos médicos llegaron a mi casa. Me preguntaron qué me pasaba y me explicaron paso a paso qué iban a hacerme y para qué era cada cosa. También me avisaron que la cortisona duele cuando se inyecta porque es muy aceitosa. Cuando terminaron sentí alivio en todo el cuerpo: los músculos se relajaron y el dolor de cabeza poco a poco empezó a ceder. Me dijeron que me fuera a dormir que tenía muy mal semblante. Al día siguiente seguía tan aturdida que ni siquiera pude ir a la facultad.

Nunca recibí una llamada del neurólogo ni de su secretaria, así como tampoco volví a su consultorio.

“El paciente, prioritariamente los niños, niñas y adolescentes, tiene derecho a ser asistido por los profesionales de la salud, sin menoscabo y distinción alguna, producto de sus ideas, creencias religiosas, políticas, condición socioeconómica, raza, sexo, orientación sexual o cualquier otra condición. El profesional actuante sólo podrá eximirse del deber de asistencia, cuando se hubiere hecho cargo efectivamente del paciente otro profesional competente”.

*

“Nos vemos en el quirófano”, me despidió el médico subjefe de cirugía reparadora de un importante hospital privado, luego de indicarme cómo reservar turno para concretar la operación. Tenía que sacarme un lipoma de la pierna porque había aumentado de tamaño y me dolía mucho. Era una cirugía simple que no tardaría más de media hora.

El día de la intervención fui al hospital acompañada de mi mamá. Llené el consentimiento a nombre del médico que había visitado en su consultorio y esperé el momento de la cirugía. Antes de entrar al quirófano me sorprendí al ver que el médico que me iba a operar era otro al que no había visto hasta ese momento.

Durante la hora y media que duró la cirugía, tanto el doctor como las enfermeras me hicieron sentir contenida. Mientras tanto, nadie le explicó a mi mamá que el lipoma era más grande de lo esperado y que por eso la operación duraría el triple de lo previsto.

Cuando la cirugía terminó, acordé con el médico un horario para que me sacaran el drenaje a la semana siguiente. El lunes, después de esperar casi cuatro horas, el cirujano me llamó desde uno de los consultorios donde estaba con otro doctor. Tuve que quedarme en bombacha porque la cicatriz estaba en el muslo. Mientras el otro médico me sacaba el drenaje, el que me había operado me preguntó cómo estaba. Le contesté que mejor, pero que me habían hecho esperar varias horas y que, de haber pasado más de tiempo, hubiese tenido que irme. Me contestó que habían tardado mucho porque su compañero se quedó «juntando números de chicas lindas como vos».

Como en el caso de Lucía, el médico cirujano tampoco tuvo en cuenta el artículo dos que asegura el derecho del paciente a recibir un trato digno y respetuoso. Cabe aclarar que, más allá de la evidente falta de respeto, tampoco cumplió con su deber profesional de indicarme los cuidados posteriores que debía tener en la zona, como tampoco me explicó que el lipoma había sido enviado para analizar y que debía volver para conocer los resultados de la biopsia.

*

Mi dentista no hace extracciones. Por eso, cuando me comentó que tenía que sacarme las muelas de juicio, hice los análisis que me indicó y enseguida pedí un turno con otro profesional. El doctor me recibió amablemente. Miró las placas y me confirmó que iba a tener que sacarlas. Mi reacción fue preguntarle si pensaba extraer las cuatro o de a dos muelas. “Quedate tranquila”, contestó “no hay ningún apuro. Te saco dos y, si vos querés, te saco las otras dos. Pero es mejor hacerlo por etapas”. Más relajada, saque un turno para operarme.

El día acordado fui al consultorio. Llegué un poco mojada porque se había largado a llover en el camino. Cuando me llamaron, saludé a mi papá y entré a la habitación esperando encontrar al dentista con el que había tenido la consulta. Pero no. En vez de eso, una mujer me entregó un papel que ni siquiera tuve tiempo de leer y me dictó un nombre y apellido. “Anotá, es el nombre de la dentista que te va a operar”. Sin explicarme nada me hizo firmar rápido y se fue.

Cuando la doctora entró le transmití que el jefe de su equipo profesional me había recomendado sacar de a dos muelas. “No, te voy a sacar las cuatro porque siempre es mejor”, sentenció. Sentí miedo pero ya no podía hacer nada.

“¿Te molesta si escucho música? Es para no estar tan nerviosa”, le dije. Me contestó que no había problema. Puse el volumen lo suficientemente bajo para poder escuchar sus posibles indicaciones. Había también una asistente para ayudar a la doctora con la intervención. “Tengo las manos muy cansadas”, le comentó mientras me inyectaba anestesia en las encías.

Empezó con la muela superior derecha. Cuando estaba sacándola dijo a su compañera: “Odio sacar los molares de arriba porque la raíz se te va a la mierda”, ante ese comentario no pude más que soltar una risa nerviosa. “¿No estabas escuchando música vos?, me estás cagando”, soltó. Decidí respirar y tratar de relajarme. En algún momento iba a terminar.

“Mirá, me parece que se partió la raíz así que te voy a inyectar más anestesia para hacer una incisión en la encía y sacarla. Mientras, sigo con las otras”, anunció. Cuando me sacó la otra muela de arriba tuvo el mismo problema. No sabía si eran así mis raíces o si ambas se habían partido, así que la dentista “iba a ver qué hacía”. Para empeorar la situación, las inyecciones habían dolido muchísimo y yo estaba muy lejos de poder calmarme.

Al término de la operación sentí la boca completamente dormida y no paraba de chorrear sangre. Cuando me incorporé, la doctora me dijo de mala manera que cerrara la boca. No podía y tampoco podía hablar para explicarle que no estaba pudiendo. Lo primero que pensé fue que se me había trabado la mandíbula. Intenté explicárselo. “No, no se te trabó, cerrá la boca”, repitió y se fue. Me dirigí a la asistente y le dije como pude que creía que se me había trabado la mandíbula. Cuando la doctora volvió le comunicó mi inquietud. De mala gana accedió a revisarme. “Acostate”. “No, no se te trabó, pasa que tenés dos gasas, una en cada lado”. Gasas que yo no sentía porque tenía la boca completamente anestesiada.

“Te vas YA a Rossi a hacerte una placa porque si tenés las raíces, tenés que volver ahora y te las tengo que sacar”, me ordenó. Me angustié mucho. Tampoco podía hablar y explicarle a mi papá lo que sucedía cuando entré a la sala de espera. La boca no me respondía. Necesitaba sentarme y recuperar la presión que me había bajado considerablemente. Lejos de eso, tuve que ir corriendo bajo la lluvia a hacerme el estudio.

Llegué llorando y muy ensangrentada. Cuando me vio, el radiólogo intentó tranquilizarme. Me dijo que todo iba a estar bien, que me calmara. Con la placa en la mano me mostró que no había quedado ninguna raíz y que podía irme a descansar a casa.

La deshumanización de la medicina es una problemática que existe y en la que nuestros derechos como pacientes se ven claramente vulnerados. Cuando se me ocurrió escribir una nota al respecto empecé a buscar casos entre la gente que conozco. No hubo ni uno que no se hubiese visto afectado en forma directa o que no tuviese un familiar, conocido o amigo que hubiese sufrido algún episodio de violencia como paciente.

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