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El día que hice dedo - Vuelos de Emergencia | Revista Colibri
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Por Santiago Carrillo
¿Qué estoy haciendo? No lo sé. Solo puedo afirmar que estas palabras están brotando de mi lápiz como un estornudo que, habiendo situaciones en las que se lo espera, su llegada representa una explosión. Una liberación de algo que nos incomoda.
Sin embargo, esta pregunta resonó en mi cabeza toda la jornada de ayer: “¿Qué mierda estoy haciendo?”.
Entusiasmado, partí del de Bariloche con intenciones de llegar a San Martín de los Andes haciendo dedo en la ruta y con la esperanza de que algún alma piadosa me levantara en el camino. Cabe aclarar que era una aventura sin precedentes en mi haber.
Caminé por la ruta provincial 237 unos siete kilómetros hasta el momento que un colectivero me encontró. Un ser que sin conocerlo lo quise de inmediato, porque se destacó entre cientos de personas que solo me miraron, saludaron, ignoraron o incluso alguno que tuvo el tupé para sacarme una foto y enmarcarla tal vez bajo el título de “Mochilero en la Patagonia”.
Luego, el señor al cual olvidé preguntarle su nombre y me dediqué a agradecer su bondad, me dejó a seis kilómetros del cruce con la Ruta nacional 40 con camino a San Martín de los Andes. Punto clave para levantar mi pulgar derecho. Pero esos 6 mil metros, esos 6 millones de pasos y 600 maneras diferentes de insultar diabólicamente tomaron un real protagonismo para abrazar la angustia y la desesperación.
«Nadie me levanta, ¿Qué voy a hacer?», meditaba para comenzar a ver con buenos ojos la idea de armar la carpa al costado de la ruta y sacarme de la espalda la pesada mochila que ya se tornaba insoportable.
Finalmente, llegué al cruce y una pareja viajera que también estaba a la espera de un buen samaritano levantó mi autoestima con un “Tranqui, loquito; ya te van a llevar”.
-Estoy exhausto-. No hay vuelta atrás: “Me tienen que levantar o la quedo en la ruta”, gritaba la voz de mi consciencia, única compañera en la travesía. Hasta que llegó Paco como un ángel caído del cielo que andaba en 4×4 y se dedicaba al transporte de mercadería. Cuando contaba con orgullo que lo que más le gustaba de Buenos Aires era frecuentar “Anchorena” (lugar donde asisten parejas swinger y hay un ambiente sexual “maravilloso”, según Paco), sus labios se desplegaban de oreja a oreja para mostrar una sonrisa que dejaba ver los dientes desordenados y amarillentos de tanto fumar.
El gris de mi escenario mutaba a un verde esperanza como un camaleón que se adapta a cualquier situación. Mi nuevo amigo, Paco, me dejó en Villa La Angostura, pueblo que queda en el medio de Bariloche y San Martín de los Andes. Como quería ver el partido de San Lorenzo con el Real Madrid, por la final del Mundial de Clubes, decidí dar vueltas por las calles de un lugar que parecía construido por duendes aficionados a las cabañas. La cerveza artesanal que disfruté en frente de un televisor fue el único confort permitido de la jornada.
Más adelante, enojado por la derrota azulgrana, fui al camping que estaba al costado de la Ruta 40 y en frente de una estación de servicio YPF.
-Quiero pasar la noche acá-, le dije al encargado para luego preguntarle cual era el costo de la estadía en carpa.
-$110-, me contestó con un guiño pícaro.
-Me estás rompiendo el orto-, le dijo mi mirada.
No me quedaba otra opción y acepté el trato de mala gana. Ni bien escogí el sitio apropiado debajo de un pino para levantar mi aposento se largó una lluvia que, sin ser torrencial, era bastante molesta. Poco a poco, de nuevo mi aventura oscurecía hasta quedar cubierta por completo en una penumbra. Hasta el sol ya estaba escondido.
El agua que caía del cielo me obligó a acelerar el armado de las varillas y demás cuestiones incómodas para hacerlo en soledad. La rapidez obligó a que lo hiciera mal. La incompetencia de las varas y el pobre techo sedujo al frío a infiltrarse por todas partes. La necesidad de comer propuso la inconsciencia de cocinar una sopa instantánea, rancia y repugnante dentro de la carpa con una hornalla portátil. Una sola chispa que saltara al plástico y el que iba a ser cocinado como en un horno iba a ser yo. Por suerte no sucedió.
“¿Qué estoy haciendo?”, volví a pensar mientras cenaba. El sabor de la comida era horrible; mejor dicho, no tenía sabor y esta situación me generó un malhumor insoportable. Me dolía la espalda y lógicamente no tenía respaldo cuando me sentaba, por lo que las contracturas del cuello cada vez se hacían más agudas. Y el frío… el frío siempre presente. Vestía tres remeras e igual número de buzos para terminar cubriéndolos con una campera; debajo de la cintura, dos pares de pantalones y la máxima cantidad posible de medias que entraran en mis pies talla 39. Pero todo era inútil: unas leves descargas eléctricas parecían alertar que el frío llegaba hasta los huesos. Los músculos se contrajeron tanto hasta que algunos dedos dejaron de responder.
La angustia visitó incesantes preguntas y mortificaciones como “¿Quién me mandó a esta mierda”?; “¿Cómo salgo de esta?”; “¿Cuándo deja de llover?”.
Hasta la mañana siguiente no dejé de oír las gotas que golpeaban con insoportable armonía en la carpa. Las mismas gotas que comenzaban a ingresar a mi limitada habitación. Alguna que otra atrevida se precipitó en mi frente para que nuevamente largara algún insulto.
Pero ahí estaba él, mi salvación, con su destello de paz, guardado en el morral y esperando a ser confiado para socorrer la tranquilidad que tanta falta me hacía. El libro me salvó de la desesperación. En este caso, se trataba de “La misa del diablo” de Miguel Prenz. La belleza literaria me arrojó un salvavidas de papel.
Al otro día me levanté de mejor ánimo –aunque había protestado como nunca- con la convicción de que no había sido tan grave despertarme cada hora para prender la hornalla para utilizarla como estufa. Seguía vivo y este viaje tenía que continuar. Siempre que llovió, paro; y las nubes le dieron paso al sol brillante.
Volví a levantar mi pulgar en la ruta y no esperé ni cinco minutos que ya me habían levantado David y Carla, una hermosa pareja de viajeros que tenían un bebé a la que llamaban Chancho. Charlamos. Les conté mis sueños y mis experiencias de viaje. En cada cosa que compartíamos quería abrazarlos y pensaba que quería vivir como ellos, que decidieron alejarse de la vorágine porteña para estar en contacto con un ambiente en el que la paz penetraba por los poros.
Mientras admirábamos uno de los 7 lagos que comprenden la ruta 40 entre Villa La Angostura y San Martín de los Andes, les conté lo que había padecido el día anterior y que un causante del frío había sido mi bolsa de dormir que tenía roto el cierre, y por ello me destapaba cada vez que cerraba los ojos.
-Que garrón-, me dijo David mirándome con compasión mediante el espejo retrovisor. Carla dijo que justo esa noche pensaron y se apiadaron de los “pobres que están en carpa”. Asentí con la cabeza. Chancho, sin decir palabra alguna, también escuchó y me cobijó con su mirada. Luego, siguió en lo suyo mirando con profundidad las montañas.
Cuando llegamos a nuestro destino, mis hermanos de ruta me dejaron en “Puma”, una verdadera belleza de hostel en San Martín de los Andes. Saqué mi mochila del baúl del Fiat Palio blanco en el que viajamos y David alertó la presencia de una bolsa de dormir.
-¡Llevala!
-¿Qué?-, le dije desconcertado.
-Nos la devolvés cuando vuelvas a la Villa. Ya tenés excusa para visitarnos-, remató riéndose.
Entonces, luego de obtener una nueva cama y de una despedida en la que no faltaron los abrazos, entendí que era lo que estaba haciendo. Estaba encontrándome con las culturas. Estaba ejerciendo mi propia convicción, a pesar de las adversidades. Estaba viendo la luz en la oscuridad. Estaba siendo feliz con poco. Estaba conociendo personas nuevas. Estaba encontrando paz en un libro. Estaba escribiendo. Estaba sintiendo. Estaba haciendo todo lo que quería ser.

San Martín de los Andes, 22 de diciembre de 2014.
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