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El diario del lunes | Revista Colibri
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El diario del lunes

Por Nicole Martin

Caminaba Jorge un domingo por la calle Florida. No era un personaje particularmente estético o antiestético. Más bien un tipo común, traje negro, un poco sucio, más parecido al gris. Pateaba baldozas con esa expresión que llevan todos en el centro, infeliz pero natural, como si fuese la moda estar serio rutinariamente. Entonces, escucho su nombre. Desde una de las tantas galerías de la peatonal, fría y oscura, yacía una silueta con una barba blanca y muy pero muy larga. Jorge, desconfiado, soltó:
-¿Quién pregunta?

El ahora hombre caminó un paso hacia él. La luz definió a un viejo que sostenía un diario en una mano y un bastón en la otra. Ayudándose a caminar, se acercó.
-Tranquilo, Jorge. No soy nadie.
El miedo creció y también la curiosidad. Jorge permaneció en silencio.
-Quiero darte un regalo. -el viejo entonces alzó su mano izquierda, la que sostenía el diario, y miró con ojos pícaros al otro, que mantenía forzosamente la expresión desinteresada. Jorge se tomó unos segundos para agarrarlo. Miró la fecha. Lunes 26 de julio de 1946. ¿Cómo? Si era domingo 25. Comprobó en su mente. Sí. Releyó concentrado el año. Ningún número parecía más o menos impreso que los demás. Miró a los ojos al viejo, que sonreía satisfecho.
Instantáneamente, buscó la última página, la de las carreras. Sus dedos la conocían muy bien, cuantas veces había tenido que encontrarla en segundos, antes de que lo rete el del kiosco de diarios. Susurró un insulto. Ganaría Eragon y no WhiteSpirit, al que Jorge le había jugado un peso. Suspiró resignado.
-¿Cuál es el juego?-preguntó. El anciano se encogió de hombros. -Está bien, no son buenos tiempos, pero tome estos centavos y deje de gastar mi nombre. Que le traigan suerte.
El viejo río alto, estrepitosamente, agarrándose la panza y luego se adentró en la galería. Jorge se marchó con el diario, el traje gris y los centavos. Dos cuadras más adelante, se metió en un bar. Nunca había necesitado con tanta fuerza un trago. Mientras ojeaba otra vez los resultados, bebió una copa de vino, luego otra, seguida de una más. Cuando el alcohol le había humedecido la mente, pidió un whisky. Y le invitó otro al barman. Él le preguntó:
-¿Alguna idea de la carrera de mañana?
Jorge tembló por dentro y por fuera. Le respondió de mala gana:
-El Dorado ganará la segunda vuelta.
Dos copas más lo llevaron a su casa.
Por la mañana, tomó el primer tren al hipódromo. Se bajó en la Estación Palermo y caminó rápido, tratando de callar la voz de su cabeza. Que entre la resaca de alcohol y el mal dormir, se cuestionaba si creer o no en ese pedazo de papel. Con disimulo, dividió sus apuestas entre los supuestos ganadores. Cuando Eragon ganó la primer carrera, sonrió. Cuando el Dorado obtuvo la segunda, tomó confianza y apostó todo lo que le quedaba.

Volvió al tren con los bolsillos llenos que pesaban y una sonrisa que desencajaba con el resto de su cara. Antes de subirse, paró en un almacén y compró una botella de champagne. Recordó vagamente que su médico le había prohibido el alcohol pero, ¿cómo no beber en tales circunstancias?
Ya en el tren, leyó distraídamente el resto de las noticias. Ninguna fue de su interés. Sólo un titular interrumpió la gloria: «Hombre muere en el tren San Martín». Estremecido, continuó. «Jorge Carrizo, ex-futbolista, sufrió un ataque al corazón que le quitó la vida mientras viajaba en el tren, entre las estaciones Palermo y Retiro. Fuentes policiales aseguraron que la emoción de ganar un par de carreras en el hipódromo, sumado a una abrupta subida de alcohol en sangre fue el cóctel que…».
Agarrándose el pecho, Jorge gritó con un hilo de voz «¡PAREN EL TREN!» y se dispuso a tirar de la soga que de aviso al maquinista. Pero un policía lo detuvo, diciéndole que no había ningún motivo para hacerlo y que, entonces, sería un delito. Así, Jorge se dejó caer en el asiento para dejar de respirar. La vida se fue escapando de sus ojos mientras estos se iban hacia atrás. El grito del policía que lo declaró muerto fue el primero de muchos que inundaron el tren. Una señora tapó los ojos de su hijo y otro tiró de la soga para avisar al maquinista. En el bullicio, el diario cayó al suelo y se mezcló con la mugre del tren. Abandonado junto a otros papeles, fue barrido por el trabajador de limpieza de la línea San Martín, quien lo observó una última vez antes de tirarlo a la basura y escondió una sonrisa debajo de su barba blanca y muy pero muy larga.

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