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El dictador | Revista Colibri
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Por Melany Borda

Hubo un tiempo en el que las personas- antes que ser definidas por cualquier adjetivo calificativo- eran personas. Las diferencias entre sí eran casi imperceptibles para la mayoría y se sentían cómodos con su propia naturaleza. Aceptaban sabiamente la autenticidad del otro y comprendían que eso los enriquecía mutuamente. Buscaban ser la mejor versión de si mismos y promover la mejor versión de los demás. No existía ni la vergüenza ni la envidia.

Hasta que un día apareció, como siempre pasa, alguien con muchas ganas de irrumpir con la paz lograda. Este hombre logró tomar el mandato de la población y, nadie sabe cómo, pero lograba convencer a cualquiera casi sin fundamentos. Poseía casi un poder hipnótico -y macabro. Le aburría esa sociedad y no entendía cómo siendo todos tan diferentes podían convivir con tanta equidad. Notaba con facilidad qué cualidad o rasgo distinguía a un ciudadano del otro y necesitaba ponerle nombre a aquellas singularidades. Entonces, teniendo tantos contactos por ahí, decidió llamar a un experto en ciencia y le explicó lo que quería que construyera. Y así de fácil lo consiguió ya que semanas después el experto llegó al pueblo con la llamada `Máquina de etiquetas´.

Esa misma tarde se hizo un comunicado general citando a cada uno de los habitantes a la plaza central. Era obligatorio asistir porque aquel que se negara sería desterrado. La gente acudió desconcertada y un poco ansiosa de saber qué era ese extraño y enorme artefacto delante del monumento. Se ordenó que se armara una fila para poder ingresar de a uno por vez. Pobres ilusos, no tenían la menor idea de lo que les esperaba. No, no entraban a un matadero, pero algo por el estilo.

Y allá fue el primer valiente, quién había empujado a varios para conseguir ese lugar. De espaldas al público expectante se adentró dando unos pasos en la Etiquetadora. La puerta trasera se cerró sin dejarle opción de escapar. Se rumoreaba entre el tumulto que mutaría en otra especie o que desaparecería cual truco de magia. Sin embargo, nada de eso sucedió. Una especie de sello- como esos que se usan para las postales pero éste electrónico- apareció al abrirse un compartimiento en la parte superior de la cabina y lentamente se deslizó hasta posarse en la frente del muchacho. Hizo presión en ella y volvió a ascender.

-¿Y?- decían algunos.

-¿Tanto revuelo para esto nomás?- decían otros.

Cuando el hombre salió del cubículo y volteó todos los cercanos vieron que en su frente tenía inscripta una palabra: ‘Impaciente´. Al notar que todos lo observaban atónitos él intentó fregar esas letras para que desaparecieran, pero eso jamás sería posible.

Pasó el siguiente, le temblaban las piernas, le caían las gotas, se le desorbitaban los ojos. Volvió a bajar el sello, casi se desmaya cuando lo sintió cerca de su rostro. Pero por suerte, no le dolió. Seguía transpirando ahora pero de pensar en salir delante de toda la gran cantidad de gente a hacer el ridículo.

-¿Qué dice? – le preguntó en secreto al primer guardia que encontró.

-`Cagón´ -le dijo éste sin sutileza alguna.

Cabizbajo se retiró hacia la parte trasera de la muchedumbre. Le tocó el turno a la tercera, que con la mirada en alto y pasos seguros, se dirigió a recibir su etiqueta. Se dio vuelta cuasi modelando y guiñó un ojo al público como si le agradara todo ese circo.

El sello se accionó una vez más y ella salió con aire triunfante preguntando:- ¿Qué tal me queda? Dice`Hermosa´ verdad? Su amiga intentó hacerle señas pero ya era tarde, la gente se rió sin disimulo de ella y al darse cuenta se acercó horrorizada a su compañera a saber qué era lo que estaba mal. Su amiga le dijo con un poco de miedo a su reacción: – dice `Creída´.

Ofendidísima pero sin dejar de llamar la atención se alejó de aquellos que se habían burlado. Y así se pasó el día entero, pocos se movieron de la plaza porque morían de la intriga de saber que le tocaba a los demás. La clasificación fue de todo tipo, por cualidades físicas estaba el Gordo, el Narigón, la Sintetas, la Culona, el Orejón, la Negra. Por nacionalidad estaban los Bolitas, los Paraguas, los Argentos, los Yankees y otros tantos. Por edad, por gusto musical, por clase social, por cantidad de hermanos, por profesión, por lo que te pudieras imaginar.

A partir de allí todo cambió. A la Puta no dejaba de sonarle el teléfono. Al Mujeriego lo evitaban todas. Al Perdedor nadie le aceptaba propuestas. De la Mentirosa nadie sabía el nombre porque cuando lo decía, no le creían. Al Gracioso le festejaban los chistes más pésimos y hasta los repetidos. Al Famoso todos le pedían fotos aún sin saber por qué era famoso. Al Ruidoso nadie lo quería de vecino. A la Rata no la invitaban a los cumpleaños porque deducían que no llevaría regalo. A la Tonta nadie se molestaba en explicarle. Al Antisocial no se le acercaba ni la madre. Al Piojoso le prohibían estar cerca de los niños. Frente a la Chismosa todos fingían ser perfectos. A los pobres nadie les daba dinero porque creían que aún teniéndolo seguirían siendo pobres. A los ricos nadie les daba dinero porque creían que ya tenían lo suficiente.

El único sin etiqueta era aquel que había tenido la maravillosa idea de etiquetar al resto. Una noche el Rencoroso y el Anarquista se complotaron y lo metieron a la máquina. Él pataleó y blasfemó a más no poder pero no consiguió evitarlo. Salió vencido con una enorme inscripción de Dictador en su rostro. Llamó con urgencia al experto para preguntarle cuál era la fórmula para quitárselo pero éste le recordó que eso era imposible. Iracundo y para no quedarse de brazos cruzados promulgó una nueva ley. Una vez por año cada ciudadano debería pasar nuevamente por la Etiquetadora y agregarse una palabra. Así nacieron, por ejemplo, los Negros Villeros, los Curas Pedófilos, los Políticos Corruptos, las Rubias Huecas, los Hippies Roñosos, los Homosexuales Maricones, las Tías Solteronas, los Futbolistas Burros, las Chetas Malcriadas y una extensa lista de estereotipos.

La convivencia que solía ser pacífica se transformó en una guerra cotidiana. Estas personas tenían el dedo índice más desarrollado que el resto porque de tanto usarlo para señalar habían logrado que la especie mutara. Era una sociedad en la que todo libro se juzgaba por su portada. Como todos se regían por ese principio, no se podía conocer realmente a alguien. Todo se reducía a esas malditas palabras tatuadas en su piel. El circulo vicioso del que nadie podía salir; vos sos lo que tu etiqueta dice, los demás te tratan según tu etiqueta, vos te crees que sos sólo esa etiqueta, no intentas ser más que eso, te amoldas a ella hasta naturalizarla y por tanto, como no intentas salirte de ese estigma, los demás te seguirán tratando de la misma manera.

Esto sucedió mucho tiempo atrás. Hace rato que el Dictador yace bajo tierra y seguramente sin un mínimo remordimiento por el monstruo que creó y dejó como regalo a la humanidad. La Etiquetadora actualmente es una leyenda lejana, nadie de los que hoy día habitan este mundo llegó a conocerla. Pero por desgracia, sus consecuencias siguen existiendo e influyendo con potencia en nuestro día a día. Ya no somos lo que somos, ni por asomo sabemos quienes somos. Somos lo que dicen de nosotros y hacemos de los demás lo que decimos de ellos. Las etiquetas ahora son invisibles pero sin embargo todos somos capaces de verlas, de oírlas, de sentirlas. Ellas rigen nuestro andar, nos hacen esclavos de sus ordenes. Dolorosamente, nosotros como súbditos accedemos a su susurro asesino. Ojalá esa máquina no haya existido jamás, ojalá pudiéramos librarnos de tanto prejuicio, ojalá pudiéramos volver a ser como en un principio, ante todo, todos, personas.

Ilustración: Rick Beerhorst
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