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El fenómeno Milei y los desafíos que nos esperan | Revista Colibri
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El fenómeno Milei y los desafíos que nos esperan

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: Natacha Pisarenko / AP.

Tras el resultado de las elecciones primarias, antes que cualquier estrategia o perspectiva de futuro, lo que se impone es una pregunta: ¿qué hicimos para llegar hasta acá? ¿Se puede explicar el fenómeno sin caer en revanchismos elitistas?

Por Gabriel Montali para La tinta

En una de sus investigaciones sobre el origen del peronismo, Daniel James se topó con una anécdota indispensable. Según su relato, en las semanas previas a las elecciones de 1946, un periodista se acercó a una obra en construcción para entrevistar a los albañiles: «¿No tienen miedo de que se acabe la libertad de expresión en caso de que Perón sea electo presidente?», les preguntó. «¿Y eso, a nosotros, de qué nos ha servido hasta ahora?», le respondieron los trabajadores.

La victoria de Javier Milei en las primarias trae al presente el gesto disruptivo de los albañiles peronistas: su irreverencia, su autoafirmación desafiante. Las estadísticas no solo muestran que Unión por la Patria, en comparación con las PASO de 2019, perdió la mitad de sus votos, profundizando la crisis que afecta al oficialismo desde las legislativas de 2021. A su vez, se observa una significativa migración del voto popular hacia dos alternativas: la abstención y la peluca de Milei.

¿Cómo se explica la mancha violeta en Salta, en Tucumán, en La Rioja, en los conurbanos de Córdoba y Resistencia, y en los barrios populares de buena parte del país? Y aún más: ¿cómo se explica el fenómeno sin caer en revanchismos elitistas? Esa pésima costumbre de creer que el voto popular tiene dueño y que, precisamente por eso, siempre expresa una manifestación de ignorancia. O bien son ignorantes, según la derecha, porque votan en función de la limosna clientelar; o bien son ignorantes, según el pensamiento progresista, porque cuando reniegan del peronismo votan en contra de sus propios intereses.

Muy al margen de estas lecturas reduccionistas, lo que se impone son las experiencias de vida de las personas. ¿Por qué debería votar al peronismo el chico que pedalea diez horas para repartir comida por un sueldo miserable? ¿Por qué debería hacerlo el jubilado que cobra la mínima o el cartonero, el naranjita o quienes cobran un plan social? ¿No es una canallada exigirles el voto y pedirles, además, que agradezcan las «bondades» de esta precariedad sin horizontes?

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Imagen: Natacha Pisarenko / AP

Hace tiempo que el sociólogo Pablo Semán advierte una transformación en los vínculos entre las clases populares y el peronismo: «La sinfonía del sentimiento» poco a poco se convirtió en «sinfonía del desencanto». Y como efecto de una larga década que aún las relega a sobrevivir de subsidios –y a ser socialmente denigradas por ello–, para las clases populares, «el Estado no hace más que mímicas inclusivas e igualitarias». Todo ello en el marco de una economía que, en el caso de los votantes más jóvenes, como afirma Semán, «es inflacionaria desde que tienen uso de razón».


Así, aunque el contexto sea otro y los protagonistas sean diferentes, a quienes entrevistó Semán responden con el mismo desparpajo –y la misma bronca– de los albañiles de 1946: «¿Estado? ¿Cuál Estado?»; «¿Derechos? ¿Cuáles derechos?».


No son ellos quienes temen al fantasma libertario: somos nosotros. Y como no se pierde lo que ya no se tiene, el temor es específicamente nuestro porque aún contamos con mucho para perder: trabajo formal, derechos, perspectivas de futuro, deseos, sueños.

Ese es el motivo por el que vale la pena insistir en este punto. Sabemos que el programa de Milei aspira a hacer posible aquello que no consiguieron las dictaduras del siglo XX: retrotraer al país a la etapa previa a 1916, es decir, reinstaurar el modelo oligárquico que la derecha mitifica como país potencia. Un modelo que se sostuvo gracias al fraude electoral, a los bloqueos y a la organización de los trabajadores y que, en definitiva, apenas garantizaba el bienestar del veinte por ciento de la población. Para el resto: palos, hambre y destierro, o bien, ley de residencia.

Sin embargo, nuestro saber y nuestras presunciones resultan irrelevantes en este contexto. Y es que lo que otorga vigor al programa libertario es la fractura de un sistema político que ha perdido de vista lo esencial: garantizar que las normas constitucionales se cumplan en la vida cotidiana de la población, sobre todo de los excluidos, que encuentran en el economista ultra-liberal una promesa de revancha y esperanza.

Milei encontró un aliado en ese sistema político que hizo posible su emergencia. Entretenidos con la pantomima de la grieta, mientras lo que se fracturaba era la estructura social del país, los partidos tradicionales le regalaron la elección.

De hecho, es esa insustancialidad de donde Milei toma el tono de su discurso. Y hay que reconocerle eficacia, porque su violencia no interpela la bronca de sus votantes: es esa bronca; la encarna como si su figura, inesperadamente genuina en comparación con el resto de los candidatos, fuese un emergente real de la precarización.

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Imagen: Télam

La productividad: esa trampa

Existe un último elemento que legitima el programa de Milei: la connotación explícitamente neoliberal de su discurso. Sus ideas, aunque extremas y delirantes, se inscriben en el mismo marco cultural del que participamos todos, incluso los movimientos progresistas. Se sabe que el neoliberalismo implica mucho más que un conjunto de recetas económicas: también supone un modo de ser, una subjetividad que nos encierra en las lógicas del cálculo y el lucro, muchas veces a costa de nuestras intenciones.

Si vivir es actualmente competir y si la competencia por espacios de privilegio es una suerte de proceso darwiniano de selección que inevitablemente nos insensibiliza, porque para ser eficientes en la disputa tenemos que recortar nuestra capacidad para sentir el dolor ajeno, ¿acaso esa insensibilidad no está presente en la crítica elitista a los votantes de Milei? ¿Acaso no está presente en las referencias a una lista de «derechos» que se enuncian como generales, pero que hace rato no se cumplen en el día a día del campo popular, mientras nos negamos a discutir en serio cuál es la responsabilidad del peronismo en este contexto? Mal que nos pese, hablamos el mismo idioma; o en el mejor de los casos, somos engranajes de la misma máquina y de sus normas de funcionamiento.

Los científicos quedamos en evidencia en estos últimos días. Los ataques al CONICET tuvieron, como respuesta generalizada, la lógica de la productividad. Se defiende a la ciencia porque «produce» tratamientos contra el cáncer, semillas más resistentes a la sequía, satélites y reactores nucleares de exportación.

Todo bárbaro, todo muy útil. Salvo que te dediques a las ciencias sociales, porque entonces estás en el horno. Y es que los periodistas, los abogados, los sociólogos, los antropólogos, los trabajadores sociales no producimos nada tangible. 

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Imagen: Natacha Pisarenko / AP

Quizás por eso se escuchó poco nuestra voz en estos días. Nos hubiera encantado recordar que el valor de la ciencia no es únicamente producir bienes para mejorar la calidad de vida de la población. La ciencia, al mismo tiempo, tiene la obligación de ayudarnos a entender en qué cuerno de mundo vivimos y hacia qué horizonte de oscuridad navega sin rumbo nuestro planeta.

Sin embargo, las ciencias sociales tampoco existen al margen de la máquina. También nosotros somos engranajes de un sistema científico que ha sido cooptado por la lógica neoliberal. Pequeños animalitos encerrados en una oficina regurgitando papers en forma serializada. Presos de una endogamia que, entre otras cosas, nos aísla de la población, en especial porque en las instancias evaluatorias –decisivas para acceder o mantenerse en el sistema– prácticamente no se otorga puntaje a la difusión de la ciencia en la suma de antecedentes curriculares.

Por eso, suceda lo que suceda, el nuevo escenario demandará de nosotros, los investigadores, pero también de los periodistas, los docentes y los profesionales de las ciencias sociales en general, mucho más que la construcción de conocimientos que nos ayuden a entender cómo impacta el cambio climático en nuestras poblaciones, cuáles son los efectos del desarrollo tecnológico y de los procesos de concentración de la prensa en nuestras formas de vida, cómo revertir los fenómenos de violencia social que destruyen nuestros lazos de convivencia y cómo comprender el derrotero que ha llevado a nuestro país a convertirse en una academia de policías sobre el trabajo del prójimo: una comunidad de sujetos que navegan por las redes sociales con el vagómetro y el estereotipómetro en la mano, predispuestos a especular sobre la supuesta vagancia del vecino.

El futuro en ciernes nos exige, desde ya, desde ahora, capacidad de interpretación, pero también voluntad de escucha, voluntad de comunicación, rechazo de los sectarismos ideológicos e interpelación de nuestros prejuicios.

La política abandonó hace tiempo el mandato de transparencia, previsibilidad y prosperidad con que los argentinos nos lanzamos a la calle en diciembre de 2001.

Que nuestro trabajo sea una de las vías que nos permita recuperar ese mandato con el fin de revertir la degradación de nuestra casa familiar.

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