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El Milagro - A R D E | Revista Colibri
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El Milagro – A R D E

Esto es A R D E. Un híbrido entre ciclo y taller de escritura autoconvocado, organizado de manera autogestiva que tiene lugar cada 15 días en diferentes espacios culturales de la Ciudad de Buenos Aires. En cada encuentro se leen tres textos inéditos y en proceso: a cada uno corresponde una ronda de devoluciones hecha por el público. Los textos publicados en esta sección de la revista Colibrí han sido leídos y luego editados por sus autores en base a las devoluciones.

El ciclo-taller es horizontal y heterogéneo, porque no hay una idea directriz o escuela que nuclee a los escritores y lectores. Es abierto, porque para participar solo hay que ir (no es requisito tener ningún tipo de formación, simplemente curiosidad por la literatura) y es gratuito porque no se cobra entrada.

* * * * * *

Fuga y misterio

Reseña de Paula Uzal sobre El Milagro

Con su relato, Joseph nos sumerge en una atmósfera tanguera parecida a la que se vive en el bar de Roberto. De fondo se puede escuchar la guitarra y el bandoneón, con esos cortes rítmicos bien del tango que son como los sobresaltos de Amaral en medio de un tiempo rutinario. Este tango, que bien podría ser un recorte histórico y geográfico, suena a Piazzolla, en donde se escucha lo filoso de la ciudad, pero también lo envolvente. Lo que atrae, pero también lastima.

Entre sus dos medidas de ginebra Bols, Amaral recibe una noticia que en el oficio de un brujo podría ser cosa de todos los días. Pero para quienes no pueden ver más que una explicación lineal de las cosas este pensamiento lateral descoloca. Pareciera que lo mágico nace de este ocuparse de los vivos, dejando de lado al muerto. El texto nos arrastra a una especie de cuadro doble, en donde encontramos territorios, lógicas y espacios superpuestos: un brujo que bien podría ser un chamán en la ciudad, ritos ancestrales metidos en un tempo tanguero y lo porteño teñido de originario, el pensamiento mágico incrustado en una lógica racional y lo cotidiano interrumpido por un milagro. Un cuadro doble o un mantel que se va arrugando en las manos de Amaral, escondiendo un detalle en cada pliegue: ¿Quién era Ulises? ¿Porque había acudido al brujo? ¿Por qué estos hombres creen en alguien que supuestamente había fallado? Esto nos lleva a reflexionar sobre las creencias: ¿Creemos por la certeza, por el misterio o por la desesperación? Como lectores entramos en la misma incertidumbre que estos hombres, pero la fe nunca da lo que se espera. Amaral, como algún dios o Dios, sale por la tangente, se fuga y nos fuga. Quedamos solos en el desconcierto, los conejos no pueden dar testimonio. Y acá es donde ese sobresalto se convierte en un salto intencional, el milagro se produce: podría haberlos matado, pero no, elige transformarlos como Piazzolla transforma al tango. Como en el proceso creativo cambia de signo lo naturalmente dado, por eso al final Amaral puede mirarlos con ternura.

* * * * * *

El Milagro, por Joseph Lebris

Aquella tarde, en ese viejo bar de Almagro, Pedro Amaral hacía durar lo más posible su medida de ginebra Bols. Sus dedos macizos jugueteaban con los pliegues rugosos del mantel, mientras una larga ceniza colgaba de un cigarrillo olvidado en el cenicero.

A Amaral le dicen El Brujo. Se jacta de leer el aura y predecir la suerte inmediata de quienes lo frecuentan, que son, en su mayoría, personajes del hampa. Ladrones, rateros, escruchantes, rara vez algún asesino. Todos de poca monta.

Esa tarde El Brujo no esperaba a nadie. Por eso, el ruido de la silla arrastrándose lo sobresaltó. Ahora tenía sentado frente a él a ese hombre espigado que había llegado con otros dos que aguardaban en la puerta. Amaral lo miró con gesto adusto y esperó que hablara.

—¿Vos sos El Brujo?

Asintió con la cabeza.

—Nosotros venimos por lo de Ulises —dijo el hombre, acelerado, casi apurando la frase.

—¿Quién es Ulises?

El hombre, que usaba sombrero y tenía un bigote fino, ahora esperó unos segundos antes de responder.

—El petiso narigón que vino a verte la semana pasada.

Resoplando, Amaral miró hacia la ventana y llevó su mano al mentón con cierto desgano. Iba a hablar, pero el hombre del sombrero golpeó la mesa dejando a la vista del Brujo un recorte de diario. En letras catástrofe el título de la nota de ese mismo día, no dejaba lugar a dudas: “Delincuente acribillado tras intentar robar una joyería y resistirse”. Fue recién entonces cuando Amaral comenzó reconstruir lentamente en su memoria al petiso de ojos saltones que había acudido a él la semana anterior.

—Bueno… Esto no es una ciencia. Si no, me dedicaría yo a robar. —dijo con cierto fastidio. Tomó un trago de ginebra y continuó. —Estas cosas son así, a veces no salen.

—No es nuestro problema ese, Amaral —dijo el hombre con los ojos desorbitados y echándose hacia adelante, hasta quedar cara a cara.

El Brujo le sostuvo la mirada.

—Logramos robarle el cuerpo a la policía. Y vos lo vas a revivir.

Durante unos instantes Amaral quedó inmóvil. Después largó una carcajada ronca y sonora que hizo darse vuelta a los pocos clientes que había en el bar.

—¡No me digas! Y contame… ¿A dónde lo tenés a Lázaro?

—Por eso no te hagas problema, nosotros te vamos a llevar.

Amaral notó que uno de los brazos del hombre del sombrero se perdía por debajo de la mesa. Enseguida supo que lo estaba apuntando. Sin embargo, no parecía asustado, ni preocupado. Lo miró por unos instantes, tomó aire y luego exhaló larga y ruidosamente.

—Muy bien… Vayamos.

El hombre hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza y Amaral le mostró su cintura libre de armas. También se arremangó para descartar cualquier pincho o navaja convenientemente escondido y asomó en su antebrazo el viejo tatuaje de un conejo garabateado rústicamente con tinta china. Se pararon y caminaron hacia la puerta, donde esperaban los otros dos hombres.

No tardaron más de veinte minutos en llegar a un galpón en medio de un barrio de portones, chaperíos y perros que se contagiaban los ladridos.

—Entrá rápido —le dijo el del sombrero mientras corría el pasador y vigilaba que no viniera nadie. Los otros dos no hablaban.

Al entrar, distinguió una silueta humana tendida en el piso del amplio tinglado que bien podía haber sido un gimnasio o una fábrica y que olía a humedad de años. Era el cuerpo.

—Ahí está. Hacé lo tuyo —dijo el del sombrero.

Amaral había quedado frente al cuerpo de Ulises.

—Y hacelo rápido y bien, porque si no le vas a ir a hacer compañía− habló por primera vez el más bajito, mientras se le abalanzaba con los puños cerrados. El del sombrero y el otro lo sostuvieron.

El Brujo tuvo la sensación, desde el principio, de que ninguno de los tres tenía muchas luces y que se habían quedado desorientados luego de la muerte de Ulises. Sabía, también, que hablaban en serio, que no dudaban de que él podía hacer revivir a su amigo. Y estaba seguro de que estaban dispuestos a matarlo si no cumplía con lo que pretendían de él.

—Voy a necesitar una pava con agua caliente, como para hacer té. Y una taza.

—Ocupate, Benítez —dijo el del sombrero. El más bajito de los otros dos fue a calentar el agua.

Amaral se arrodilló junto al cadáver que yacía sobre la bolsa plástica de la policía. Enseguida percibió el olor de la descomposición, que empezaba a ser algo más que perceptible. Sin perder más tiempo, comenzó con lo que parecía un conjuro. “Mbá berssbá mboé”, balbuceó mientras caminaba alrededor del cuerpo. Por momentos, se paraba y con los brazos extendidos hacia Ulises, iniciaba una serie de movimientos espasmódicos, como si estuviera teniendo un ataque de epilepsia. El más bajito de los hombres había vuelto con el agua y la taza y miraba al Brujo. La pava colgaba de su mano que temblaba apenas. Los otros dos cada tanto se miraban. El más alto, ahora sin el sombrero, lucía un brillo en la frente y no podía detener el viaje frenético de su nuez través del cuello cada vez que tragaba saliva. Amaral terminó su giro alrededor del cadáver y lo tomó por los pies para luego sacudirlo frenéticamente. “Cashhheng menmá mboéeeeee”, ahora gritaba casi a viva voz. Después, frenó. Parecía haber terminado. Estaba transpirado y tenía la camisa desabrochada. Se acercó al bajito, que tenía la pava, la tomó y sirvió agua caliente hasta el borde de la taza. Del bolsillo, sacó un pastillero plateado y con manchas de tiempo, lo abrió y espolvoreó el contenido. Un polvo marrón encendido, casi rojo, fue tiñendo el agua. “Mboéee menambáaaa Mboéee”, pasaba sus manos lenta y cuidadosamente sobre la taza. Se acercó al cuerpo y volcó algunas gotas. Luego, tomó un trago, se limpió la boca con el brazo y le pasó la taza al más bajito de los hombres.

—Tomen ustedes también. Un trago y pásenlo —dijo antes de sentarse, exhausto. Los tres bebieron.

Sólo se escuchaba la respiración agitada de Amaral, con los codos en las rodillas y la cabeza entre sus manos. Ninguno de los hombres se atrevía a abrir la boca. Amaral se paró dándoles la espalda. Miró su reloj unos instantes como si tomara el tiempo. Así permaneció dos o tres minutos hasta que escuchó como si alguien se atragantara, seguido de otro sonido igual. Luego, otro. Entonces sí, se dio vuelta y los vio ahí, retorciéndose en el piso. Los tres se tomaban el cuello y se revolcaban, desesperados. Ahora eran ellos los que se movían espasmódicamente. De a poco iban marchitándose, apagándose, perdiendo su forma humana. Amaral los contemplaba sereno. Después, prendió un cigarrillo y caminó tranquilo por el galpón hasta terminarlo. Antes de salir se acomodó la camisa y el pelo y los miró por última vez, casi con ternura. Abrió la enorme puerta del tinglado y salió a la calle.

La mañana siguiente encontró a Amaral en el mismo viejo bar de Almagro y en la misma mesa. Jugaba con los pliegues rugosos del mantel mirando por la ventana. Mientras prendía el primer cigarrillo del día, escuchó que en la tele hablaban de un crimen. Que la noche anterior habían hallado un cuerpo sin vida en un galpón del Conurbano. Que los investigadores no lograban ponerse de acuerdo sobre si se trataba de un mensaje mafioso o de un ritual satánico. Que aquel detalle, el de los tres conejos blancos vivos rodeando el cadáver los desconcertaba totalmente.

Amaral hizo señas al mozo y pidió un vaso de ginebra Bols. Después se acomodó contra el respaldo de la silla y le dio una larga pitada a su cigarrillo. Esperaba tener un día tranquilo.

 

1 Comment
  • Miguel
    Posted at 21:00h, 19 junio Responder

    Excelente

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