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El mundo apartado | Revista Colibri
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El mundo apartado

Por Nicole Martin
Fotografía: Paula Colavitto

“¿Y si me recibo de irreversible? ¿Y cuando el premio ya no sea el castigo? ¿Y qué onda si soy un caso muy extraño? ¿Y qué onda si estoy orgulloso de tu desprecio? ¿Y si lo más inspirador fuera tu desconfianza?”, Desconfianza, de Camilo Blajaquis.

Tengo un solo par de zapatillas. Vivo en un barrio donde cuando llueve, ese par se ensucia y me obliga a andar descalzo. El agua me llega hasta las rodillas, por lo que tengo que remangarme los pantalones. De esos tengo dos. Uno lo heredé de mi hermano mayor. El otro es el que más cuido, porque me lo compraron para mí. Cada vez que llueve y tengo puesto ese, camino por los sedimentos que flotan en el barro, así no se me inundan los bolsillos.

Un día, entre la basura, encontré un diario flotando. Era Crónica, abierto en la sección de policiales. Entre las letras que no se borraron, leí que un grupo de “adolescentes de extrema peligrosidad» intentó escapar de un instituto de menores en Floresta. Conozco bien aquel lugar, aunque sólo de nombre. En realidad, de amenaza.

En mi barrio los pilones de basura se amotinan en la vereda. O en la falta de ella, porque nunca tuvimos. Crecimos jugando entre esqueletos de autos quemados, que duermen la siesta en la calle y observan a los más pequeños perdiéndose en el paco. Las madres lloran a sus hijos, muertos por la droga, por el crimen o por la policía. Si acaso no son la misma persona.

El narco toma mate sentado en la calle, saluda a uno, a aquel, a éste. Él conoce a todos, todos saben quién es. Los pibes lo saludan con zapatillas y se van descalzos, pero con droga. Uno de ellos se achica cada vez que entra a la villa. Lo vemos pasar, con los pantalones que se le caen. La remera donde ya hay lugar para que se vista alguien más.

Y me acuerdo de estar viendo la televisión en un café, desde afuera, por supuesto, para no molestar a los de adentro, y leo en una placa el dicho de alguien importante, ya no me acuerdo quien, pero de aquellos que aparecen en la tele. Creo que era una mujer la que dijo que “La droga mata a los pobres como a la gente normal”. Tenía razón.

De nuevo en el barrio, se escucha una pelea en la esquina. Un hombre le pega a una mujer, al hombre le pega su hijo, a su hijo le pega la mujer. El hijo tiene hambre. No come desde ayer porque el comedor del barrio no puede pagar la luz y se limita a brindar una comida al día. La cumbia es la música de fondo de la miseria.

El calor acá se escucha más fuerte. El sol se filtra por entre las construcciones de uno, dos, tres pisos. Pero el frío es un grito que se cuela en los huesos y en la carne, aunque obvia el estómago, porque el hambre no le deja lugar.

El mismo hambre que nos comía por dentro aquella tarde de julio, a mí y a mi madre, que estaba enojada porque no teníamos plata ni comida. Lo último lo habíamos gastado en un cuaderno para el colegio, que se mojó con la gota que –aún hoy- cae incansable desde el techo. Mi mamá me dijo: “Dejate de joder con eso, anda a trabajar”.

Y una vecina que, hoy, me mira directo a los ojos y me dice que si nací acá, me tengo que morir acá, o estoy traicionando a mi tipo. La gente de afuera que se cruza de calle cuando me ve pasar. Parece que mi gorra me condena a ser chorro. Por lo menos para los demás, o para la policía, que huele en mi color de piel, una sentencia.

Si por ser pobre y joven soy peligroso, ¿quiénes son las víctimas de la inseguridad? ¿Por qué ser joven y pobre es síntoma de delito? ¿Cómo puedo demostrar que soy inocente cuando lo que me condena es mi cara?

Si la búsqueda en Google Noticias de la palabra “joven” trae cientos de noticias sobre delitos, si de esas noticias la mayoría se sitúan en varios carenciados, si me dicen en la escuela, en la calle y en mi barrio que por nacer en una villa seré chorro, yo me pregunto, ¿es una maldición de nacimiento o un deseo del que me señala?

Si vivo en un barrio apartado, me apartan de la sociedad. La villa es un mundo alternativo bajo las reglas del oficial.

Un libro llega a mi mente y me sitúa en el mundo de George Orwell. Donde sólo existen dos clases sociales: el proletariado y el Gran Hermano. ¿Y los esclavos? Los esclavos no eran considerados parte de la sociedad. Entonces me encuentro con los dos minutos de odio, el ritual obligatorio para concentrar la ira en el enemigo del país y, simultáneamente, amar más al Gran Hermano.

Si los medios prefieren extender sus minutos de odio a una jornada completa, ¿a quién proponen amar?

En 1984, el poder instaura la palabra “vidapropia”, que refiere a toda acción individualista. En ese mundo, la vidapropia es de lo poco que está permitido hacer. En el mundo real, donde el éxito tiene el color del egoísmo, ¿podrá ser que los medios instauren el amor a uno mismo a través del odio al ajeno?

En un respiro de lucidez, me encuentro con que aquel que me estigmatiza no me tiene miedo a mí, sino a vivir. El miedo es lo que te encierra, ahí donde lo único que te queda es consumir. ¿Es azaroso que miedos y medios tengan las mismas letras? Es verdad que la estigmatización tiene el sello de la pobreza, pero no soy yo el que está encerrado, sino los que están en su casa, viendo la televisión, en la fortaleza que lo separa de mi mundo.

Y el peligro, para mí, no es que el mundo apartado y el oficial me digan que sólo puedo ser delincuente. El peligro es que puedo terminar creyéndomelo.

 

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