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El poder de la montaña | Revista Colibri
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El poder de la montaña

por Santiago Carrillo

Él, un viajero más del montón, esperaba con ansias el encuentro con ella, la montaña, que se babeaba con solo imaginar lo que sucedería.

El viajero no sabía muy bien cual era el sendero que tenía que tomar para llegar a la cumbre, pero el aire puro que penetraba en sus pulmones y la energía que le regalaba el sol brillando en su cara le dieron la seguridad necesaria. La montaña esperaba.

Luego de caminar tres horas en continuo ascenso, en la mente del viajero comenzaron a brotar pensamientos de todo tipo: “Definitivamente el azul es mi color preferido”; “¡Cómo pega el sol!”; “Quisiera aprender fotografía”; “Mierda que pesa la mochila”.

En su respectivo equipaje llevaba artículos para cocinarse, la carpa para dormir y algo de ropa por si una lluvia lo arremetía por sorpresa. Cuando comenzó a caminar creyó que había sido precavido y que no tenía carga de sobra.

La montaña, expectante, solo con ver al viajero le sumaba peso a su espalda. A mitad del camino, el viajero ahora estaba seguro de que llevaba consigo una infinidad de cosas inútiles y no podía dejar de pensar en que las piernas cada vez estaban más pesadas. Para su poca fortuna el agua se acababa.

De repente, se cruzó a un compañero de ruta que estaba de regreso y lo interceptó -¿Falta mucho?-

-Uh… Tenés como tres horas más-, le respondió con vagas intenciones de animarlo.

-Gracias-, contestó para no insultarlo.

Cada paso que daba el viajero tornaba sus pensamientos más negativos y construía consigo mismo una conversación angustiante. –No llego más-, se dijo.

-Hace mucho calor-, le contestaban las voces de la intolerancia.

-¡¿Quién me mando acá!?-, le replicó la desesperación.

Su discusión unipersonal fue interrumpida por el último sorbo de agua que le dio a su botella de plástico de dos litros. –Por lo menos llevaré menos peso-, pensó en búsqueda de algún recoveco positivo, aunque le sirvió para recordar, previo al fastidio, el peso que cargaba en su espalda.

Otros viajeros lo pasaban a toda velocidad como en una carrera automovilística. Hombres de mayor edad, mujeres de menor talla y con mochilas más grandes e incluso un perro salchicha cachorro, que subía la pendiente con la agilidad de un atleta jamaiquino, hacían que el viajero muerda el polvo que levantaban sus pisadas. Se sentía humillado; la montaña reía a carcajadas.

Poco a poco, cada detalle insignificante se convertía en la peor tortura: la ampolla en el menor de los dedos del pie era el dolor más escalofriante; el calor, inaguantable, y la sed, agobiante. La montaña le tiraba todo su poder encima. Pero el ímpetu del viajero fue más fuerte. Sus ganas de ganarle a la montaña mantenían en movimiento sus piernas que ya estaban flojas. –Los humanos somos seres resistentes que se adaptan a cualquier aventura-, proclamó dándose fuerzas.

La montaña, que comenzaba a valorar el esfuerzo del viajero y hasta sentía cierta empatía por él, le preparó una sorpresa. Cuando su garganta era arena pura y necesitaba como nunca poder refrescarla, se topó con un río de deshielo. El ruido del agua que brotaba entre las piedras le pareció la música más hermosa jamás escuchada. Consideró no conocer un color tan intenso como la claridad líquida que reflejaba el cielo celeste, tornándola turquesa. Creía conocer el elixir de la vida en un simple sorbo de agua.

Un poco más aliviado se sentó en una piedra grande con forma irregular y miró el paisaje que lo rodeaba: en medio de un bosque de coníferas, un río fluía naturalmente, mientras que de fondo custodiaba la Cordillera de los Andes. –Esto es una maravilla-, le susurró el viento. El viajero quiso ser elástico para estirar sus brazos casi infinitamente para abrazar con cariño a la montaña, y entonces entendió cuan minúscula es su presencia ante la inmensa belleza. Así, la montaña y el viajero se fueron amigando.

Aunque había recargado sus energías seguía sintiéndose exhausto. A pesar de que suponía con exactitud que estaba cerca de la cima creía que no iba a llegar. –Basta-, le imploraban sus piernas. Su mente no funcionaba.

-Vos podés-, le insistía el corazón.

La montaña, por su parte, le mandó un mensaje a los árboles que se movían por el viento que le decían –Dale, un poquito más-.

Cuando el viajero estaba por rendirse, se cruzó a un señor con gorro en punta y una barba canosa que le rozaba el pecho. Vestía una túnica gris y usaba como bastón una gran rama. El viajero, que pensó que estaba alucinando y había creado la figura de un mago épico, repitió su pregunta, pero esta vez con menos aliento -¿Falta mucho?-

-Veinte metros solamente-, respondió con una fantástica sonrisa, mientras le señalaba con su índice derecho el refugio que se hallaba en la cumbre.

Una alegría inmensa recorrió todo su cuerpo, disparándole electricidad a todas sus extremidades. Ahora, la mochila pesaba como una pluma; la ampolla se había desvanecido; la sed no era un problema. En ese momento, quiso abrazar al señor barba gris, llorar junto a él e invitarle una cerveza. O dos. O tres. Quería festejar. Pero no lo hizo, solo le agradeció con entusiasmo y lo saludó.

El último tramo fue el más complicado, pero el más dichoso también. Cuando finalmente llegó a la cima no podía creer que la naturaleza era capaz de tal majestuosidad: un lago calmo y pequeño reflejaba el cielo que tenía de techo y las puntiagudas y multicolores montañas que lo rodeaban como si fuese una pared. Los manchones de nieve desparramados al azar eran la referencia que lo convencía de que no era una pileta artificial ni una ilusión.

El viajero se encontraba frente a una obra de arte, ante lo sublime. La montaña sentía regocijo y algo de vergüenza. Se miraron y se apreciaron mutuamente, pero el viajero logró darle letras a lo que sentía, pues no quería olvidarse los sentimientos que pueden esfumarse con el paso del tiempo. “La recompensa más linda es la que dá el esfuerzo”.

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