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Fuerza natural | Revista Colibri
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Fuerza natural

Por Agustín Bolognese

No sé si estaba agotado por el viaje, pero no pude evitar sentirme atraído desde el momento en que mi vista se posó en ella. Al principio no supe detectar qué era exactamente lo que me llamaba. Divagué mentalmente refutando las teorías que me cruzaban el cerebro. ¿Era su apariencia física? No. Sí. No, no era eso. O en parte sí pero hasta ese entonces no lo entendía. En seguida me planteé si era su actitud, pero no podía ser. No la conocía, parecía simpática pero todavía no lo sabía.

   Transcurrió la tarde, entre mates, una guitarra, una charla. Decidí caminar un poco para reconocer la zona y me acerqué al muelle en el cual habíamos desembarcado. Contemplé el río que siempre me dio tranquilidad, desde pequeño que me ocurre, hay algo en el agua que me sosiega, que me aclara. El agite de las aguas me llevó a pensar varias cosas que ahora mismo no vienen al caso, pero de pronto me cayó la razón, como un relámpago. Estaba clarísimo y no lo había visto, hasta que repasando situaciones de esa tarde reconocí el momento exacto en el que ocurrió: su mirada, nunca había visto una mirada de tal magnitud.

 Era potencia en un estado de gracia superior, en un estado puro. Penetrante. Misteriosa. Fuerte. Como un cuerpo celeste muy denso, que atrae todo lo que vague por su órbita, todo lo que gira en su atmósfera, haya llegado por casualidad o por consecuencia del mismo objeto enfilado hacia ese astro. Yo creía que habían sido horas, días, años, aunque me aseguraron que sólo fueron 5 o 6 segundos.
No lo quería creer. Estoy seguro que habían sido siglos, había más distancia y tiempo entre el cruce de nuestras miradas que el que la física o las unidades de medida podían expresar. Pero claro, nadie lo notó. Ni siquiera ella.
En el instante en que esa razón cruzó por mi mente, sentí un temblor en las piernas. Se aflojaron al mismo tiempo que una pequeña ola golpeó las columnas desvencijadas del muelle, logrando transportarme de nuevo a la realidad, rescatándome de ese letargo al que te somete una revelación. Me sonreí ingenuo al notarlo. Muchas miradas me han causado sensaciones fuertes en la vida, soy fanático de lo que transmite una mirada, no mienten. Aunque la persona sea la más entrenada en el mundo para despistar al que intente descifrarla sólo por sus gestos, la mirada no miente. No sabe hacerlo. Es el pasaje para conocer el ama de una persona, o al menos intentarlo.
Volví a la pequeña casa en la que estábamos parando, estaban todos reunidos charlando, compartiendo una cerveza, un vino. Yo me senté en un punto estratégico para admirar un poco más de esa mirada. Cómo mutaba según las emociones de aquella piba. Cuando sonreía se arqueaban un poco sus cejas como cuando miraba algo sorprendida o con atención, pero en menor medida. Era expresiva sólo para el que la observara con la paciencia necesaria.
Hay un dicho popular que dice que la curva más hermosa de una mujer es su sonrisa. Error. Esta era la excepción. La curva más hermosa era el arqueo imperceptible de sus cejas cuando sonreía. Yo estaba alelado investigando todos los detalles que transmitía su mirar. Se me ocurren cientos de palabras para describirla y ninguna podría hacerlo correctamente, sin embargo me voy a quedar con una: tristeza. Lamentablemente soy un tipo que se identifica mucho con la tristeza porque he vivido situaciones en las que lo único en lo que podía identificarme era eso. Pero no hablemos de mí,  ¿qué era lo que la afligía? ¿qué penaba su alma para que su mirada estuviera tan cargada de dolor?
Me sacó de eje, me obsesionó un rato ese pensamiento.
Afortunadamente llegué rápido a la conclusión de que su herida no era más que un hueco de amor. El vacío impío que detectaba en su mirada me era desagradablemente familiar. Yo estuve ahí. Sé lo que se siente. Mi vieja siempre me dijo: «cuando puedas ayudar, ayuda», y es una máxima que me acompañó y me acompañará toda la vida. Sin embargo, la pregunta era: «¿puedo hacerlo?». La irritante disyuntiva entre el querer y el poder que me amarga siempre que se presenta, una vez más hacia de las suyas. No. Soy muy tímido para mandarme al muere y decirle: «¿por qué tu mirada está repleta de tristeza?». Es un atrevimiento al que no estaba dispuesto arrojarme.
¿Cómo podía desatar los nudos de esa maraña de emociones que transmitía cada vez que sus ojos surcaban las aguas de mis retinas?
En su mirada colmada de tristeza, también había libertad. Había fuerza, algarabía. Había razones para querer descubrir el misterio que la envolvía.
El reflejo en sus ojos de las demás personas allí presentes, estaba lleno de diversas luces. Cada persona parecía brillar con un halo de luz pura.
Refutaba verdades universales, como por ejemplo, la que afirma que el sol es el centro de nuestra galaxia. Inclusive yo me lo pregunté, dubitativo; o verdades un poco más precarias, destruía la teoría de la entropía. Nada que fuera tocado por la energía que desprendía su mirada podría tender el caos. Todo lo contrario. Sólo había armonía en todo lo que ella mirara.
Había piedad y venganza, había llanto y dolor. Sinceridad. Crudeza. Pasión. Empatía. ¿Cómo lo lograba? Todavía no lo sé, tal vez es muy pronto para que me lo pregunte, pero deseo tanto averiguarlo que me es imposible no reflexionarlo. Por eso escribo esto.
¿Cómo puede ser que su mirada evoque la tempestad en un huracán, la paz que transmite un viento que te soba la cara una mañana soleada, el misterio que la noche aguarda?
No pude averiguarlo, pero no me pienso quedar de brazos cruzados.
Voy a ir a buscarte y mirarte una vez más, solo así me podrías contestar.
Ilustración: Rick Beerhorst
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