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La historia de Nicolás - Vuelos de Emergencia | Revista Colibri
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La historia de Nicolás – Vuelos de Emergencia

Capítulo 1: Árbol

Por Nicole Martin

Nicolás busca en su mochila un encendedor. Se encontró un cigarrillo en la calle. Aunque ya estaba empezado, decidió no hacerse el exquisito. Es el primero que fuma este año, que ya va bastante maduro a su octavo mes.También es de los pocos que quedan, porque corre el año 2056 y están de moda los cigarrillos eléctricos. Encuentra una caja de fósforos, donde están casi todos usados. Una punta roja se asoma entre las cenizas. Lo toma y enciende el cigarrillo. Inspira con ganas. Toce y el humo se le escapa. Vuelve a inspirar. Su cuerpo lo recibe mejor. El cigarrillo lo marea y mueve un poco las baldosas de su casa.
Su casa queda sobre Avenida de Mayo y Alsina, en la entrada del Banco Galicia. Está conformada por un sillón que se encontró en la 9 de julio, a pocas cuadras del obelisco. A veces, cuando la lluvia se deja predecir, muda su casa al toldo del local de al lado. Detrás del sillón deja sus pocas cosas. Una mochila gris que alguna vez fue blanca. Un abrigo grueso negro que le regalo un amigo. Un cuaderno con pedazos de noticias que le llamaron la atención. Al final del cuaderno, Nicolás está armando una foto de sí mismo. Con muchísimos recortes, va confeccionando sus rasgos. Nunca tuvo en manos una foto de sí, aunque quizás le sacaron cuando niño. Recuerda que su madre no era muy fanática de las fotografías. De los abrazos, tampoco.
Tiene siete décadas, aproximadamente. Dejó de contarse los años hace bastante tiempo. También abandonó su registro de identidad, que cada tanto le soplaba la edad. Nicolás se escapó de la casa de sus padres un 18 de junio. Fue durante el 2004, cuando caminaba sus 18 años. Ese día, tuvo una pesadilla. Soñó algo referido a fuego y muerte. Cuando bajó a desayunar con los diez hermanos que supo tener alguna vez, les contó el sueño. Todos se rieron menos el más pequeño, Luis, quien se puso a llorar desconsoladamente y llamó la atención de su padre. Sin perder el tiempo en consolarlo, arremetió contra Nicolás. Lo llevó al cuarto para rezar y ahí, lo golpeó en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. No era la primera vez, pero Nicolás decidió que fuese la última. Fue para el colegio y no entró a clase. Se tomó un tren hasta Retiro y ahí otro más. Se bajó en la estación Saldías. Allí durmió durante tres noches.
Pasó hambre por dos días. Tampoco era la primera vez. En su casa, la crianza era severa y las faltas de educación se pagaban con largos ayunos. El tercer día buscó en seis tachos de basura algo de comer. No encontró nada. Vagó por las calles hasta llegar a un restaurant de comida china. Estaba cerrando, pero había bastante gente acumulada en la entrada. Muchos niños con la ropa sucia. Entonces, un hombre salió a sacar la basura. Y Nicolás entendió. La basura era un manjar de arroz, verduras, carne y mucha salsa de soja. Cuando se acercó a revisar, un hombre del pequeño tumulto lo empujó y le gritó que estaba robando comida. Otro, de pelo largo y una remera del Che Guevara, lo tranquilizó y le dijo que sólo era un chico. El primero cedió, pero amenazó con patearle la cabeza a los dos si traían más gente. Así conoció a Omar. Él era un residente de la calle hacía muchos años, así se presentó y así le pidió que lo llame. Vivía a tres calles del restaurant, en un colchón de dos plazas contra el supermercado Vea. En la pared, sobre la cartelera de ofertas de junio, había pegado un poster de un león en rojo, amarillo y verde. Debajo de él, una maceta con un ficus. Omar le mostró su hogar y le presentó a «Árbol», el ficus. Nicolás estaba tan maravillado que le pidió si podía quedarse unos días con él. Residente contestó con una negativa inflexible. Le dijo que él vivía en la calle para no depender de nadie y que nadie dependiera de él. Igualmente, se hicieron compañeros de almuerzo y cena.
Nicolás decidió mudarse cerca de Omar, le había inspirado confianza y no era tan ingenuo como para pensar que vivir en la calle iba a ser fácil. Dos veces se arrepintió de escaparse de su casa. La primera fue una noche que hacía más frío de lo común y recordó el guiso de lentejas de su madre. Pensó en volver y pedir perdón, pero ya habían pasado varias semanas y todavía no dejaba de saborear tanta libertad junta para un mismo pibe. La segunda fue unos días más tarde, cuando confundió a un niño pequeño en la calle con su hermano Luis. Ese día caminó hasta el locutorio decidido a llamar a su casa, pero encontró sus bolsillos vacíos de monedas. Lo único que se le ocurrió fue ir hablar con Omar. Caminó hasta el colchón y lo encontró escribiendo en una revista de Vea. Residente le contó que estaba escribiendo una lista de los lugares que quería conocer con Árbol antes de morir. El primer lugar en la lista era Cuba. Residente le explicó que quería caminar los mismos caminos que había caminado su ídolo cuando hizo la revolución, Ernesto Guevara. El segundo era el Salar de Uyuni, en Bolivia, el país donde murió el Che. Le habló del cielo reflejado en el suelo y una inmensidad de luces en el atardecer. El tercero era el bosque de Arrayanes, un lugar mágico en Neuquén. Nicolás le preguntó a su amigo porque había ordenado los lugares desde el más lejano hasta el más cercano. Residente le contestó que aunque Árbol debía ver el mundo para que sus ramas crezcan, no debía olvidar que sus raíces habían nacido en Buenos Aires, y ahí debían morir.

 

Ilustración: Rick Beerhorst

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