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Literatura | «Caradeloca» | Revista Colibri
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Literatura | «Caradeloca»

Por Cinthia Varela

 

Tenía la cara verde. No me sorprendió porque se había corrido la voz entre las chicas de la fila. Antes de mi turno estudié qué hacían las demás, cuántos segundos se quedaban mirándola, si apoyaban una mano (o las dos) sobre el cajón, si rezaban, si lloraban. Me paré enfrente, hice foco en
la seda blanca y conté hasta quince. De reojo, vi el color verde debajo del maquillaje y por un momento pensé en mí ahí dentro. Lucrecia, no te vas a morir, te lo juro, me había dicho mamá la noche anterior cuando me llamaron por la muerte de Constanza. Había sido en la bañera por
inhalar monóxido de carbono. Cuando su hermana menor la encontró, todavía tenía en la mano la manguera de la ducha abierta, el agua se había desbordado hasta llegar al living. Me llamó Agostina, todas las chicas de la división habían hecho cadena telefónica. Me dijo que llamara a alguien,
cualquiera, por las dudas de que quedara alguna sin avisar. No lo hice.

Salí al pasillo. En la sala de al lado, unos viejos giraban alrededor de un cajón cerrado, como en una especie de meditación. Pía y Ornella aparecieron de la nada y casi me llevaron puesta.

—Todas lloran, ¿viste? Menos la Loca, —dijo Ornella —es para matarla.

El apodo de Loca me lo había ganado durante mi primera semana en el Siracusa. Era la única nueva en una división de todas mujeres que más que carmelitas descalzas parecían sacadas delcorreccional. Ahí o sos torta o sos puta, me había advertido mi primo antes de que empezaran las
clases. Desde el primer día fue que me agarraron de punto: tartamudeé al presentarme en la misa de apertura y en vez de decir Lucrecia dije Lo-lo-locacia frente a todo el colegio.
Constanza —la más popular de todas— dijo que era una loca, el apodo pegó y no tardaron en aparecer variantes como Veintidós, la Desequilibrada y Juana.

No me dejaban en paz. Me quemaban las carpetas, hacían llamadas anónimas a mi casa y le decían a mi mamá que me drogaba. Una vez, mientras estaba en el baño, me abrieron la mochila y desplegaron todas mis cosas: los libros, la cartuchera, mi billetera, unas medias arrugadas que me había sacado por el calor y una toallita envuelta en papel higiénico que había usado el día anterior y olvidé de tirar. Cuando volví del baño, Constanza agarraba con asco la toallita y la exhibía ante el resto. Además de loca es chancha, gritó y le hizo señas a Ornella y Pía para que me agarraran de
atrás. Me metió una media en la boca y me ató la otra como mordaza. En ese estado me encontró la Madre Luisa que para consolarme me aseguró que no se reían de mí sino conmigo. Reíte y listo, fue su recomendación. Esa noche opté por desearle la muerte a Constanza, o al menos no verla nunca
más. Muerta estaba, a los pocos días, y yo no sabía si sentir culpa o qué.

Alguien anunció que iban a cerrar el cajón y prepararlo para ir a Chacarita. No pensaba ir. Lo que no pude evitar fue que la señora de la puerta me encajara una estampita con la cara de Constanza. Ahí estaba ella en la foto de confirmación, tan hermosa con su pelo dorado, sus ojos celestes y el halo de santa detrás. Antes de llegar a casa la tiré en la zanja.

El lunes en el colegio, la puerta del 3ro comercial se había convertido en un santuario. Había ositos de peluche, ramos de flores, tarjetitas con brillantina y fotos, muchas fotos, demasiadas fotos de Constanza y su sonrisa endemoniada.

La primera clase fue interrumpida unas cuantas veces por los llantos y al volver del segundo recreo, lo que quedaba de matemática se convirtió en una sesión de terapia de grupo. Todas tenían algo que decir y todas esperaban de brazos cruzados que yo hablara.

—¿Qué va a decir la Loca, si se la pasó mirándose los zapatos? —dijo Agostina.
A la salida me siguieron hasta casa, me tiraron ramas de árboles y hasta un encendedor.

—Ya te vamos a agarrar, Loca.

Le rogué a mamá que me cambiara de colegio. Su respuesta fue un rotundo no. Después
agregó algo sobre forjar el carácter y a mí me agarró un ataque de rabia.

En la siguiente clase de gimnasia la cosa se puso seria de verdad y ya no hubo vuelta atrás. Como todos los jueves, nos tocaba handball. Nunca me elegían en ningún equipo, pero unas cuantas habían faltado por conjuntivitis y no me quedó otra que participar. No era buena en los deportes y apenas sabía las reglas. El partido estaba igualado y yo había tenido la suerte de mantenerme lo más al margen posible, sin embargo, en un pase mal pensado me quedé con la pelota. Romina me bloqueó, no supe para qué lado pivotar. Las compañeras de mi equipo me insistieron en tirar directo al arco pero yo no vi cómo. La miré a Romina, avancé por encima de ella y metí el gol. La arquera no lo podía creer. ¡Hija de puta! me gritaron las de mi propio equipo. Pía me miró y se pasó el índice por el cuello como si fuera un cuchillo.

Fui al baño y me quedé ahí hasta después de las cinco, no fuera caso de que me las cruzara en la esquina. Cuando finalmente salí las tenía a Pía, Ornella y a Agostina bloqueándome el paso.

—Estás en el horno, Loca —Ornella me empujó y caí sentada sobre la tapa del inodoro.

—¿Qué te hacés? ¿Te hacés la viva?

Me paré y traté de salir pero Agostina empujó la puerta y me la dio en la nariz. Me apuré a encerrarme con la traba.

—¡Loca! —aulló Pía y pegó unas patadas.

Salté del susto. No sentía dolor pero sí la sangre tibia que me caía de las fosas nasales y me tocaba el labio.

—¡Caradeloca! ¡Caradeloca! —volvieron a gritarme y esta vez me di cuenta de que los golpes venían también del cubículo de al lado. Una de ellas estaba subida al inodoro intentando llegar hasta el hueco que dividía los dos compartimientos.

Quise acurrucarme en un rincón, taparme los oídos, esperar a que todo pase. En vez de eso, largué un ronquido involuntario que me hizo vibrar la nariz y me llegó hasta el cerebro.

—¡Caradeloca, salí que te deformo la jeta! —fue lo último que escuché.

Me empezó a vibrar una risita en el paladar que creció hasta sofocarme. Sentí cómo la garganta se me cerraba. Todo me picaba, desde la punta de los pies hasta el cuero cabelludo. La cara y la nuca me hervían y me imaginé colorada, al rojo vivo. Las carcajadas me rebotaban en la panza. Traté de tomar una bocanada de aire pero me atraganté y me atacó el hipo. Igual, me seguí riendo.

Para mantenerme en equilibrio, puse la atención en la puerta pintarrajeada. Por primera vez distinguí, entre las puteadas escritas con marcador, grande, la firma de Constanza. La toqué y sin querer le tracé una línea de sangre que tenía en la mano. Le había arruinado el nombre.

Me pasé el dedo por debajo de la nariz y completé la cruz. Las chicas seguían forcejeando la traba. Pero ya no tenía miedo. Abrí la puerta y les vi las caras.

—¿Qué le pasa a esta? —dijo Pía por lo bajo.

Me acerqué a ella y la acaricié. Pía se miró en el espejo y empezó a gritar al ver la equis de sangre sobre su cachete.
Se me humedecieron los ojos y enseguida me empapé de lágrimas. No podía parar de reír y tampoco podía parar de llorar.

Agostina evitó mirarme, buscó una respuesta de Ornella y al no recibirla salió corriendo. Pía se limpiaba la cara con agua pero cada vez la tenía más roja de frotársela. Ornella fijó la mirada en el nombre tachado de Constanza.

—¿Qué hiciste? —me preguntó. Estaba pálida. Corté la risa en seco y largué un bufido.

—Sos la próxima.

—¿La próxima qué?

Me sequé los ojos con la muñeca. Ornella dio un paso hacia atrás. Tenía miedo. De mí. Le estrujé la trompa y, antes de que pudiera reaccionar, le di un beso en la boca. Ornella se llevó una mano hacia los labios y palpó una mancha de sangre. Parecía el estigma de una santa.

Pensé en la estampita de Constanza e imaginé un panteón con las caras de todas.

—¿La próxima qué? —insistió.

Incliné la cabeza hacia atrás, con dos dedos me apreté la nariz lo más fuerte que pude.
Y salí.

Cinthia Varela nació en Buenos Aires en 1987. Es licenciada en Cinematografía (FUC). Dirigió numerosos cortometrajes premiados en festivales nacionales e internacionales. Actualmente participa del taller de escritura creativa de Julieta Capristo donde escribe su primera antología de cuentos. 

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