Loader
Literatura | El cruce: Nora y el río La Quiaca | Revista Colibri
13373
post-template-default,single,single-post,postid-13373,single-format-standard,bridge-core-1.0.5,ajax_fade,page_not_loaded,,qode-title-hidden,qode_grid_1300,qode-theme-ver-18.1,qode-theme-bridge,disabled_footer_top,disabled_footer_bottom,qode_header_in_grid,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.2,vc_responsive

Literatura | El cruce: Nora y el río La Quiaca

Por Nicole Martin

 

Es mediodía en la línea divisoria entre Villazón y La Quiaca. El sol se posa justo sobre los sombreros de las cholas que caminan en cámara lenta con telas cargando mercadería en sus espaldas y delantales con bolsillos llenos de dignidad. Circulan entre hombres jóvenes y adultos, que corren a una velocidad lo suficientemente rápida como para cruzar mercadería por el puente blanco que une Bolivia y Argentina, pero aún tan pausado como para no chocarse, en una ruta donde no hay semáforos ni autoridades expresas.

Un carro vacío se detiene de repente, para dejar pasar a Nora y su acompañante blanca. El que sostiene el carro dice: «Por acá sólo trabajadores, todo legal, con carnet de vacunación». Ellas retroceden, caminan unos pasos rápido, luego se detienen, y renuevan la marcha con torpeza. Miran a ambos lados cómo decenas de personas circulan como hormigas de un país al otro, ignorando cualquier frontera más allá del que rige el código universal compra-venta

Es que aquella división efectivamente no existe, aunque esté tallada en papeles tan finos como imperdonables que mano a mano inspeccionan quién es legal y quién no. Cuando se observa a los transeúntes en Villazón, esto es evidente: no hay diferencias en su andar, todos son firmes, marrones, con cabellos atados en trenzas o recogidos en gorros, tienen en el rostro la dureza del pueblo chicha, los mismos surcos en la piel que se ven en las montañas del departamento de Potosí y que trazan cañones en Tupiza, e incluso una puerta del Diablo. 

Las montañas y los seres que habitan en los Andes saben de la sangre derramada por la colonización, aquel genocidio cuya crueldad sólo quedó escrita en sus miradas y en los ojos de la tierra, calmos como el río La Quiaca, ese que ahora buscan cruzar Nora y su acompañante blanca. 

La primera baja la cuesta sin agitarse y, al ver la dificultad de la otra, que hace equilibrio para no rodar río abajo, le cuenta sobre sus wawas. Que su hija nació en Argentina, en el Once, y su hijo menor ya en Bolivia, de vuelta.

Su gorro sobresale entre los marrones y rojizos de la tierra mientras desciende hacia el río. Ya en la vera del río, sorprende a su acompañante blanca al saludar a un carretero parado en el agua. Sus ojos sonríen un momento antes de sentarse en el carro de madera, que quiere ser una balsa, ya que hace de transporte para cruzar el río sin que se mojen los zapatos de sus viajantes. El dueño del carro lo levanta por delante y, con una bola de coca en la boca, le pregunta:

 

—¿Lista?

—Sí—, y entonces él la arrastra por el cauce del río, bajo y calmo, pero de unos cinco metros de ancho.

 

El agua sólo alcanza a mojar un tercio de las ruedas del carro, que llega a la barrosa playa de enfrente en menos de un minuto. Luego es el turno de la blanca, que se toma con firmeza de los caños del carro para no caerse al barro y suelta una risita divertida por debajo del barbijo.

Ya en Argentina, Nora paga dos bolivianos al chofer por el servicio y comienzan a subir la ladera otra vez. A ambos lados del río, otras personas cruzan a pie, descalzas o con las típicas sandalias bolivianas, a menudo acompañadas por medias. Escalando el montículo de tierra rojiza, la blanca sigue a Nora, mientras respira ruidosamente. La altura es de 3.500 metros sobre el nivel del mar y en su Buenos Aires lo más alto que estuvo fue en el departamento donde nació, a unos cincuenta metros de las baldosas públicas.

En La Quiaca, el cemento yace a cincuenta metros desde el río, que se convierten en unos trescientos hasta llegar al hueco donde no hay reja. Aunque es un paso fronterizo conocido como flexible, en el lado argentino habían levantado una red de metal para separar su blanquitud de las raíces indígenas del país andino. Las rejas reivindicaban la separación entre la sangre europea, privilegio de la inmigración, y la kolla, aimara, quechua y otras, en un mundo de dominaciones incuestionables.

Nora y su acompañante blanca comparten, aún una boliviana y la otra argentina, el mismo paso que comienza torpe y se vuelve firme a medida que avanzan en Argentina, como quien disimula una debilidad sutil, en un contexto hostil. Se sienten amenazadas por las autoridades migratorias, esos monstruos que aterran a quienes cargan el estigma de ilegales.

La confianza les brota cuando llegan, al fin, al asfalto, ese que falta en las vías de tránsito en Bolivia y sobra en la Argentina, especialmente al norte, como miles de venas en un globo ocular a punto de estallar. En La Quiaca hay autos y camionetas transitando, mientras que quedaron del lado boliviano los carros de contrabando y los toritos, aquellos feroces moto-carritos que sirven de taxis en el país andino.

Una gran feria inaugura el país que se presume como blanco y un cartel delante que marca, quizás, el único límite incorruptible “Prohibido transitar con menores de edad”.

Nora se detiene entonces, y dice su boca bajo el barbijo negro:

—Yo me voy por allá, a visitar mi suegro.

En aquella amistad espontánea, que surgió a partir de que la boliviana levante el dedo en la ruta y la otra la levante, las mujeres nunca conocerán sus rostros completos. Sin embargo, estrechan sus manos con fuerza y mirándose fijo a los ojos, coinciden: «Un gusto».

Luego una va hacia la feria y la otra se pierde en la Avenida Internacional, la misma Ruta 9 que la podría llevar hasta su Buenos Aires. La frontera es una paradoja, piensa la blanca mientras avanza en un país conocido, pero ahora ajeno. La frontera corta el territorio como si fueran dos mundos distintos, cuando es el mismo suelo andino, hecho de maíz y quinua -el oro inca-, de Chichas y Aimaras, de carros y caminantes, de sopa de maní y humitas con queso.

 

No te pierdas de leer  «Pulgarcitos»
¿Te gusta leer? Te recomendamos la sección «Vuelos de Emergencia» 

Sé parte haciendo click aquí

 

No Comments

Post A Comment