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Lo que esconde la sopa | Revista Colibri
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Lo que esconde la sopa

Por Gonzalo Echeveste

Las luces de los teatros comienzan a inundar la calle Corrientes, que ya de por sí se encuentra atestada por una marea pintoresca de atrevidos que se animaron a hacerle frente al frío: transeúntes se apuran por volver a su casa después de un áspero día de trabajo, comerciantes desaforados intentan enganchar vinchas, lapiceras de colores y postales de la Ciudad a turistas embelesados, familias enteras corren para no llegar tarde al show, y filas y filas de ilusionados esperan, con las manos en los bolsillos y los cuellos atiborrados dentro de sus abrigos, para ingresar a los restaurantes más reconocidos de la Avenida.
A lo lejos, una pareja cruza apurada: se le hizo tarde. No están llegando tarde a una función, sino que, como todos los jueves, se dirige hacia la esquina de Mitre y Riobamba, donde, desde hace más de cinco años, se reúnen los voluntarios de la Fundación SI, para realizar la campaña “Recorridas contra el frío». Los miembros reparten sopa caliente por la ciudad a las personas que se encuentran en situación de calle. Es por eso que, ya habiendo pasado quince minutos de las 20, la esquina parece la salida de un colegio secundario: hombres y mujeres de todas las edades comienzan a aparecer, se saludan y abrazan. Absolutamente todos llegan con un termo en el brazo; durante la jornada, este se convertirá en una extensión del cuerpo.
“Te vi el otro día y no te pude saludar porque había mucho laburo”, le dice Ramiro, el Cordobés, quien cumplió este mes tres años dentro de la organización, a un amigo que hizo entre recorrido y recorrido. “Tratamos de incentivarlos para salir de la calle, un poco de nuestro tiempo ya les sirve mucho: la sopa es lo de menos, es la excusa, mucho más importante es la charla y la contención de las personas que sufren esta situación”, explica; esa frase se escuchará durante toda la noche.
A los gritos, los coordinadores de los días jueves comienzan a armar los grupos que recorrerán las calles. A cada grupo se le otorga un carrito repleto de sopas y vasitos de plástico. Myriam, de 57 años -pero que aparenta 15 menos- impulsiva y firme, propone recorrer la zona dos: todo el perímetro que rodea la avenida Callao y las calles Viamonte, Uruguay y Riobamba. Son dos kilómetros a la redonda, que sumado a los callejones y vericuetos en los que se adentrará y al frío que realmente se hace sentir, representan una importante faena.
El grupo, entonces, lo integran la experimentada Myriam, Gisselle, que es su primera vez, y Martín, tímido y callado, que casi no hablará en toda la noche.
Poco a poco, las calles se van vaciando. La gran Avenida sigue con su constante movimiento, pero ni bien uno se adentra hacia la verdadera ciudad, ya deja de ver el brillo y la actividad incesante, y comienza a visibilizar otra realidad, la de personas que buscarán la entrada de un edificio o los bancos de las plazas que aún quedan abiertas para armar su lugar por unas horas, que servirá de hogar y de resguardo del frío. Una realidad que duele y que molesta al estómago, esa que tras la comparación pretende encontrar un porqué, sacarse la duda a una pregunta casi utópica: ¿por qué todavía hay gente que vive en la calle?

En 2011, el Gobierno de la Ciudad realizó el último censo demográfico, en el que se determinó que había 876 personas en situación de calle. Sin embargo, diferentes organizaciones estiman que en la Ciudad alrededor de 18 mil personas son las que se encuentran viviendo bajo esta situación, cifra llamativamente superior. El mayor inconveniente, considera Griselda Palleres en su informe “Límites y alcances de la política del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para personas sin hogar”, radica en que las acciones implementadas a nivel gubernamental, son programas con objetivos limitados. Para disminuir la cifra de aquellos que viven en situación de calle, el gobierno porteño dispuso 35 paradores y hogares con dos mil camas, cifra que se incrementa a 2200 en invierno. “Estos programas están destinados a satisfacer solo las necesidades inmediatas y no tienen la capacidad de contemplar las necesidades emergentes, respondiendo a una simple lógica asistencialista”, explica Palleres.
La primera parada del trío la realizan en la avenida Callao y Lavalle. Ya casi no hay almas en la calle. Sin embargo, Oscar se encuentra en la esquina de un colegio, sentado sobre su bolso y con su vaso lleno de monedas, en soledad. Se mantiene inmóvil y ante la aparición del grupo, los contempla sin inmutarse. “¿Buenas noches?”, saluda Gisselle con gesto maternal. La primera mirada denota cierto aire de desconfianza e intriga, pero Myriam no tarda mucho en romper aquel clima y le pregunta su nombre. “Oscar”, responde con una dificultad extrema. Lleva ropas desgarradas y detrás suyo guarda una botella de whisky; sus expresiones y balbuceos muestran que ha estado dándole al escocés hace largo rato:
– Me da bronca, me da bronca la juventud, veo cosas muy feas, pibes drogados – lanza y deja un espacio para que el trío le preste atención y luego lo mire. – A mí me gusta tomar, yo me quedo con esto y soy feliz- les promete y ahora muestra una sonrisa. Martín y Gisselle ya están sentados junto a él.
– ¿No prefiere un café en vez de una botella de whisky?- pregunta Myriam, al mismo momento que le ofrece la infusión que, ardiente y vaporosa, a estas horas resulta bastante seductora. “No, no la prefiero”, le dice con la voz avinagrada y entrecortada, “pero la acepto. ¿Tienen ahí adentro unas zapatillas?” señala al carrito lleno de sopas, mientras aprovecha para verter unas medidas del scotch en el café, convirtiéndolo así en un “irlandés” y repetir una sonrisa infantil y genuina.
– No, pero dígame que talle calza y lo anoto para la próxima. ¿Usted está siempre acá?
– Como todos los días. Ahora déjenme contarles un chiste.

Fue así como Oscar, ahora atrevido y con confianza, se animó a contarles un par de bromas, y pudo sortear un poco la fresca que corría por la avenida. Entre sonrisas, el grupo despidió al anciano y siguió su recorrido.

Según un estudio realizado por Médicos del Mundo, sobre un total de 300 personas en situación de calle, el 40 por ciento son adictas a las drogas o al alcohol. La diferencia está en la edad: los más jóvenes optan la primera opción, mientras que los adultos y ancianos prefieren la segunda. En la mayoría de los casos, el principal motivo es la falta de contención familiar y social, y entonces inciden estos factores. “El café fue lo de menos, fíjense como al principio no quería ni vernos, y al final terminó cagándose de risa”, le dice Myriam a sus compañeros, “eso es lo que me reconforta: hombre está solo, desamparado, sin destino, y entonces podemos darle al menos un rato para conversar; Oscar quería hablar con alguien, compañía, el café fue la excusa”, completa la frase con el lema que, acorde pasan las horas, se va haciendo realidad.

A esta altura, ya el frío no cala tan hondo: luego de estar dos horas caminando y caminando, uno ya se olvida, como si se hubiese zambullido en agua helada y con el correr de los minutos se fuese acostumbrando. Lo tolera. Eso no es lo que piensa Ricardo, quien tiene su casa sobre la calle Montevideo: “Créanme, a este frío uno nunca se acostumbra, hace dos meses que estoy a punto de resfriarme y la vengo zafando, tengo como una tos rara”, dice tocándose con suavidad la garganta y con una gracia sincera agrega: “Los invito a casa, por favor, siéntanse cómodos, ahí está el living, justo me pescaron haciendo la cama”. El amplio lugar que Ricardo les enseñaba constituía la vereda frente a una panadería a la que le había colocado un colchón de cartón y finas mantas rasgadas. “Te estábamos esperando”, le comenta a Myriam, que rápidamente le prepara una sopa y llama a Martín que está enfrente.

No quiere nada, pero cual truco de magia, la mujer saca del bolsón un chocolate de gran tamaño y Martín sonríe como un nene, que lo acepta con gusto, le agradece y se le pone a charlar de su vida amorosa, que sigue peleado con su novia y que piensa como recuperarla. Por otro lado, Martín, quizás en el momento de menor timidez, se pone a charlar con Ricardo de fútbol, y el último, fanático de Talleres de Córdoba, “lo más grande del mundo”, recrea con mímica y todo, un gol de Willington del 56: “El tipo estaba acá, después estaba allá, y cuando menos te diste cuenta, zácate, que rabona que había clavado”. Antes de despedirse, Ricardo le pide a la capataz del grupo una campera y esta lo anota en su cuaderno.

La noche se va haciendo más profunda, y mientras tanto el recorrido continúa. Así es como Giselle y Martín preparan unas cuantas sopas y cafés y se encuentran con Hugo, un estudiante de 3er año de Derecho que vive frente a la sede de la Asociación de Futbol Argentino, y les cuenta como las familias aristocráticas la formaron a principios del siglo XX. También se encuentran con un grupo de chicos de entre 17 y 23 años que viven en la puerta de un edificio, y duermen todos juntos en un colchón king size. Myriam también les ofrece chocolates, mate cocido y galletitas. Ellos agradecen con recelo. “Los chicos son los más desconfiados”, dirá más adelante, “es como que tienen un mecanismo de defensa que les permite dudar un poco más, pero reconocen que uno los quiere ayudar y lo aceptan”.

“A ustedes los estaba esperando, estoy enojado con ustedes”, grita Renzo al reconocer a lo lejos el mate de Martín. Hace varios días un grupo de Fundación Si le prometió unas sábanas y nunca los volvió a ver. “Estoy enojado, la verdad, muy enojado”.
Este hecho que pudo ser más grave que un disgusto, y que sucedió al final del recorrido, marca la realidad de una política que pone a la solidaridad como llave y plantea la incógnita de qué pasaría si, de un día para otro, aquellos que deciden llevar a cabo tareas que tendrían que salir del Estado, dejan de realizarlas. Por otro lado, pese al acto solidario en sí, cuán eficaces resultan, si generan la dependencia de tener que volver, día a día, con la sopa y el café.

Al cabo de un rato, y luego de que Renzo contara que consiguió un nuevo trabajo y que en unos días se irá a vivir a un hotel y saldrá de la calle, reconoce: “Ya no estoy tan enojado, discúlpenme, gracias por escucharme”. Por lo que la lógica se repite una última vez y el recorrido termina de demostrar que no solo el frío y el hambre son los grandes protagonistas del sufrimiento de aquellos que viven en la calle, sino que también es la ausencia de contención, es la falta de alguien que esté ahí para hacerlos sentir parte, lo que quizás provoca mayor dolor.

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