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Lobo indómito | Revista Colibri
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Lobo indómito

Por Abel Solari Pavon

La indigencia y el frio, no son tan predecibles como cuando pensamos colgados en el colectivo o hablamos con otras personas en una reunión al azar, creemos que tenemos en claro que son ambos compatibles y que son algo que no debe ser pero existe y están en todas partes del mundo, y acá me detengo con los prejuicios. El indigente es en esencia el que no dispone de, en general suelen tener tintes de pobreza material o de ausencia de contención en el inconsciente colectivo, pero cualquiera de nosotros puede ser un indigente sin sospecharlo.
Ahora mismo, estoy siendo una víctima de la indigencia, no dispongo de tiempo para pensar en mi por estar ocupado en jugar con mis pensamientos, y mis manos van más rápido que mi necesidad de disponer de una cena mientras las agujas se clavan mirando al cielo, hay corazones rotos que no disponen del amor que buscan y hay libertinos seres que no disponen de límites para entregar tanto amor sin pensar en otras cosa que la satisfacción efímera sin medir los corazones rotos que van avivando o apagando como brasas condenadas al juego que su viento sentencia, hay gente que no dispone de la libertad para elegir con que se entretiene siendo que ya está obligada a entretenerse y no a ocuparse de lo que realmente le importa, hay gente que no dispone de las herramientas para entender el mundo que la acecha y la consume, haciendo cola para conseguir un puesto de engranaje en una caja de metal donde no necesita entender el funcionamiento de la vida, hay otros tantos que son indigentes emocionales. Están tan lastimados y decepcionados que no pueden evitar mirar en cualquier momento sobre cualquier superficie sin perderse en la nada y al mismo tiempo en el todo que pagaron con un vaciamiento interior que alcanza a todo lo que lo rodea y los corroe por dentro, hay gente que no dispone de vacaciones hace 30 años, hay algunos indigentes mentales que no disponen de paz y orden.
Ellos no pueden evitar los infiernos que habitan sobre sus cabezas y los rondan de día, de noche, en sueños y hasta en la ducha. Hay padres que no disponen de tiempo para ver a sus hijos; hay hijos que no disponen de padres. Hay parejas que no tienen disposición para tener hijos biológicos, hay personas que no disponen de voluntad para decir que no, hay otros que no disponen de amor propio para no autodestruirse, hay niños que no disponen de instrumentos para alimentar lo que llevan dentro, pero juegan igual con cualquier cosa que pueda provocar un sonido. Y claro, están los que no disponen ni de techo, ni abrigo ni comida y ellos son los únicos que etiquetamos por fuera de la sociedad como indigentes reales con rostro comprobable. Pero ahí en la ciudad, en cada rincón, hay almas indigentes escondidas detrás de máscaras de sal que conservan las apariencias. Encontramos también excepciones raras y extravagantes como la de la persona que no dispone de un hogar. Pero no porque no tenga techo, 3 comidas al día o una frazada, sino que está falto de un hogar porque está desligado del mundo por no pertenecer a él -a causa de profundas reflexiones, que suceden en muchos años de silenciosa espiritualidad- y así este sujeto elige mezclarse donde no sea visto demasiado, donde pase desapercibido, ni sencillo ni pudiente, porque él quiere sumirse en su propio mundo, donde realmente se siente perteneciente. En cada oportunidad que tenga va a distraerse circunstancialmente del mundo que él siente equivocado, abominable y autodestructivo, un mundo voraz que todo lo deglute asquerosamente, este hombre no dispone de haber nacido en un lugar donde su alma se sienta acomodada, donde pueda sentir que tiene paridad de luz con las otras ánimas. Ve perdida su causa y en sus ojos hay desdicha propia y lástima ajena. Suele sentarse en un bar que no esté de moda para perderse en un vaso de borgoña, para olvidar que está solo, ya que su familia que jamás lo entendió, no lo alcanza ahora donde está -casi nadie lo alcanza donde está-, pero sin embargo a veces se deja atrapar, pero no inocentemente, sino que deja en alguna alusión bonita a algo sin importancia, una enseñanza o pista de quien es él y porque es tan misterioso su andar desgarbado y melancólico.
Le causa simpatía conectar con hombres y hasta ternura suele brotarle desde su sonrisa cuando ve en sus caprichos burgueses los sinsentidos más irremediables que están fuera de su alcance revolucionar. No puede modificar estas conductas hipnóticas porque no tiene la convicción, aunque sí los argumentos. No tiene la convicción porque es alguien amputado de esperanza, pero esta desesperanza no desemboca solo en el resto que lo rodea, sino que él es el primer blanco de ella. Este tipo de indigente tampoco dispone de perdón para él mismo y así hace más noble e íntegro el no perdonar tampoco al resto del mundo por ser malicioso y salvaje. Es también una fiera y tiene que amarse más a sí mismo: disponer de amor propio le seria vital, sin embargo, es un ser que dispone de mucho recorrido por dentro de su ser –lo que el llama el camino interior, la heroica encrucijada contra uno mismo- que le da la reflexión que lo convierte en un lobo indómito, en puja constante con sus dos mitades internas: la luz y la sombra. Pero estas malditas reflexiones invitan a no seguir con ellas, si se quiere ser “feliz”, si se quiere llegar a “ser alguien”. En fin, si se quiere vivir engañado pero estable, pero feliz, pero anestesiado, dentro de la caverna…
El hombre parece haber nacido para sufrir, inclusive cuando pasa por lapsos efímeros de felicidad, porque se desvela pensando cuanto falta para volver a ser desdichado. No cualquiera suma sin restar.
Será que estamos hechos de barro y no nos queda otra que mirar al cielo con desgano y melancolía para no ver que alrededor estamos rodeados de tierra seca quebrada, con la ilusoria posibilidad de que allí cada tanto nazca un pequeño brote milagroso con el único propósito de embellecer y luego perecer.
El hombre es un ser solitario. Quizás esté rodeado de entes por doquier, pero aun por dentro está más solo que un ermitaño. Tan así que podríamos visualizarlo como una partícula flotante de extrema palidez y de un frio existencial nostálgico, dentro de la inmensidad del oscuro universo.
Cuando un ser se reconoce abandonado en su soledad no hay más que laberintos en los que perderse, aún más, en sí mismo. Todo negro, todo vacío de propósito, vacío de fuerzas cósmicas o naturales, vacío de fe. Tan vacío por dentro y tan lleno por fuera de culpables. En todos los rincones hay nefastos responsables de su soledad, porque no es culpa del hombre estar solo. Él no decide su destino. Su fobia o su rechazo a los demás tienen raíz en todo lo que lo rodea. Eso mismo que está su alrededor sin existir más para él. Lo que quiero decir es que ninguno está solo por propia decisión ni tiene por sentido vital ser solitario sin nada ni nadie, junto a la ironía de estar rodeado de gente que finge calidez, la más pesada soledad es la que sufre la persona en situación de calle, puesto que tiene que quebrar su orgullo frente al otro que aparece para tenderle una mano con abrigos, un plato tibio de comida, un libro aburrido o una charla sin sentido ni imaginación, mientras en la otra mano sostiene el paño que limpia sus culpas. Siempre lo lleva escondido porque le da más vergüenza asumir su egoísmo más auténtico que su aparente solidaridad. Entonces el hombre solitario y vagabundo debe romper su soledad y dignidad para sobrevivir una fecha del calendario más. Pero ¿para qué? Para despertarse al alba mirar, al cielo desde sus cartones, desde su suelo, rodeado de botas de lluvia y agua. Para mirarlo una vez más, desganado y melancólico. Y el frío… El frío durante las cuatro estaciones corre por las venas de todos de vez en cuando, tengas casa, o no.

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