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Los cuerpos que importan | Revista Colibri
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Los cuerpos que importan

Por Micaela Petrarca

 

Se despertó y no estaba sola. En la habitación, médicos y policías observaban su cuerpo desnudo.
-Hija de puta, mirá lo que hiciste, mataste a tu hijo. -, le dijo  un enfermero y puso frente a sus ojos un feto dentro de una caja de cartón.
   Belén no entendía por qué la humillaban. Mientras apretaba fuerte su vientre intentando que ese dolor que la había llevado al hospital cesara de una vez, reconstruía la frase: ‘”Mataste a tu hijo”.
   “Me duele una mujer en todo el cuerpo”, retomó Gioconda Belli del poema ‘El amenazado’ de Jorge Luis Borges, y construyó otro sentido: “siendo mujer me pertenecen los dolores e injusticias contra mi género y cuando veo la ligereza con que foros y notables ciudadanos discuten sobre los cuerpos y funciones de nosotras, las féminas, me duele el cuerpo”.
   Me pregunto cuán diferentes serán la dimensiones entre un cuerpo que decide por sí mismo y otro que no lo dejan decidir, y ¿cuáles son los cuerpos que importan? Al menos hay unos que son más respetados que otros. Hay una línea divisoria imaginaria, pero tan real llevada a la práctica, que posiciona de un lado a los confiables, a los aceptados; y por debajo, a los amenazantes, los rechazados, los excluidos.
   Belén perdió la libertad al ser imputada por “aborto seguido de homicidio”, una figura penal que no existe, pero eso no importa.  Cómo tampoco importó que el médico haya violado la confidencialidad. Y mucho menos aún que Belén haya sufrido un aborto espontáneo y que haya sido su cuerpo, el de ella, quién decidió.
   Quienes la atendieron y la Justicia, decidieron criminalizar un hecho natural y  condenar a la joven de un barrio popular de Tucumán a ocho años de prisión por “homicidio doblemente agravado por el vínculo y por alevosía” (como sinónimo de aborto), pero por sobre todo, por ser mujer y pobre.
   “El destino de millones de mujeres es silenciado. En consecuencia yo declaro formar parte de ellas. Declaro haber abortado”, dijo Simone de Beauvoir en 1971, ¿Qué diría ahora, si el silencio sigue matando y el que no calla, criminaliza?
   Cuántas mujeres más seguirán muriendo ante la falta de dinero y  el miedo de enfrentarse al Estado, a los servicios de salud y al Poder Judicial que humillan, maltratan, violan derechos y ejercen violencia cada vez más arraigada al género.
   Permitimos entonces que la opinión de un profesional tenga más validez que la del cuerpo, y me pregunto ¿cuánta más fuerza tiene la opinión de un hombre por encima de la decisión del cuerpo de una mujer?
   Y ante la polémica del asunto, el debate está puesto donde no es, porque una condena no va a terminar con el aborto. Más de una vez he leído y escuchado: “si es legal, todas estarían abortando”, la ignorancia cega las consecuencias de la problemática. El aborto es  una decisión  desde un lugar donde no hay escapatoria ni escala de grises, e incluso en un lugar dónde no se eligió estar. La decisión, que lejos está de ser fácil, se agrava según qué tan cargado esté el bolsillo. Y allí ya no hay opción. La situación económica va a situar a la mujer de clase baja en la clandestinidad y en manos de la suerte, la continuidad de su existencia. Acompañada del silencio, debe esperar que esa “oscuridad” no salga a la luz, para evitar ser señalada ante los prejuicios de lo que es y lo que deberían ser las decisiones sobre su cuerpo.
   “Hay una distancia irreductible entre el discurso del derecho y el de la experiencia, y la experiencia del aborto dice que el cuerpo no cabe en el derecho”, entendió Laura Klein cuando escribió su libro sobre el aborto.
   Seguir discutiendo sobre si debería ser legal o no, es seguir permitiendo que un porcentaje muy alto de entre las 460 y 600 mil mujeres que recurren a la clandestinidad para abortar, mueran en el más solitario y despreciable abandono. El aborto debe ser legal y gratuito para no morir.
   Es la clandestinidad quien mata. Y es aún, lastimosamente, el único lugar que acepta a esos cuerpos rechazados, que quedaron por debajo del lado de la línea que divide lo importante de lo que no lo es. A la mujer que contra todo decide, este mundo -en el cual salvarse es tener dinero- la excluye y la deja morir. Porque es mujer y pobre.
   “¿Por qué no se legaliza el derecho al aborto? ¿Será porque entonces dejaría de ser el privilegio de las mujeres que pueden pagarlo y de los médicos que pueden cobrarlo?”, se preguntó una vez Eduardo Galeano.
   La película, ‘El secreto de Vera Drake’ del director de cine británico, Mike Leigh, tal vez se haya preguntado lo mismo, o tal vez no. Pero su crítica gira alrededor de la lucha de clases y muestra la otra cara de una misma realidad: el lucro. Una escena dónde el médico de la clínica privada cobra a una muchacha de clase alta 150 libras por abortar, se contrasta con el personaje de Vera Drake que “ayuda a jóvenes con problemas” que no tienen otra salida y se ven obligadas a abortar clandestinamente, con una jeringa, agua y jabón. Pero Vera no recibe nada. Sin embargo, es Lily el personaje más cínico que cobra dos libras a las mujeres que ayuda Vera, sin que ella lo sepa.
   En la película, todas las mujeres eligieron abortar. Belén ni siquiera lo decidió, y aún así, está cumpliendo una condena injusta que encierra un problema muchísimo más amplio como el sistema patriarcal.
   ¿Y qué hubiera pasado si lo hubiera hecho? Sí una mujer puede querer concebir y engendrar un bebé, ¿por qué su cuerpo no podrá decidir no querer hacerlo y ser condenada por aquello? Será que tal vez, es uno de esos cuerpos que no importan.
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