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Supermercados - Vuelos de Emergencia | Revista Colibri
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Por Nicolás Villarino
 

A punto estuve de hacerlo. Fui decidido a ello, pero en dos veces la oportunidad me fue negada. La primera vez, en el Chino de acá a la vuelta: cuando llegué a la puerta, vi que las persianas tenían un cerrado aspecto de una inmovilidad de días; la segunda, en Coto, el de allá a la vuelta. En este último me cerraron la puerta en la cara. Necesitaba un pan, sólo un pan, para hacerme un sanguchito, con dos fetas de queso y la quinta parte de un tomate que había quedado en la heladera (y mayonesa, claro). Mi poca hambre y la obligatoriedad de utilizar esos residuos de comidas anteriores que estaban en la heladera me hicieron pensar en ese único pan, en ese elegido pan cualquiera. Otras veces que había precisado lo mismo, por no animarme, por vergüenza y miedo a faltar a la ley, me había traído dos panes, y alguna que otra cosa totalmente prescindible para ese momento: una salsa ranch, nuez moscada, un detergente de repuesto. Pero esta vez, reitero, totalmente decidido, iba a comprar sólo un pan, que me hubiera costado, ante la mirada impaciente y perdida del cajero, $ 3, o quizás menos. No puedo recordar si hubo un momento, o un pensamiento, que me llevó a abandonar la vergüenza, a pensar que podía no importarme (o no importarles), el hecho de que llevara un solo producto de todos los productos que esperan mansos en las fortalezas de miniatura que son las góndolas (heterogéneas e iguales, de colores, de plástico y de cartón). Entiendo que la vergüenza y el miedo tienen que ver con no creerse funcional a la expectativa que tienen todas las partes que acuden a los supermercados para consumir. No sólo los dueños y empleados y repositores de los supermercados, sino también los pares consumidores. Ellos, en su verdadero y profundo interior, quieren que te lleves más cosas, que ese llevar justifique y compita honorablemente con su llevar desenfrenado; quieren que te entregues.
En primera instancia pensé ir al Chino, porque buscaba una transacción ágil que posibilite una impunidad casi asegurada: el desinterés y la distancia habituales en el intercambio verbal y gestual a la hora de pagar, eran condiciones favorables para llevarme lo que quería sin mayores sobresaltos, sin rendir cuentas. Es sabido que en los supermercados chinos no abunda el cariño, y que tampoco se presenta casi nunca una disposición a abrir un espacio de vida que suspenda, al menos por un instante, el curso de cada pequeño movimiento hacia la reglamentada eficiencia. Me convenía una experiencia anodina del estilo. Además, la estadística consultada sobre la concurrencia a esa hora del domingo en ese chino de esa calle de Flores era alentadora: muy probablemente iban a ser testigos del hecho contadas personas, sino ninguna. Pero las persianas derrumbadas me soprendieron. Si ese chino estaba cerrado, todos los chinos estaban cerrados. Antes de eso, no tenía en mi cabeza la opción de ir a Coto, pero entendí que era el único lugar que podía estar abierto a esa hora, y decidí ir. Ir a Coto a buscar un baguetín era una empresa bastante más temerosa, porque ni bien uno pisa la vereda del hipermercado (por sus dimensiones no lo es en rigor ¿pero qué categoría le cabe a este monstruo si el chino se hace llamar supermercado?), se puede observar en la pared de la larguísima rampa que conduce a la puerta de entrada un despliegue abrumador de promociones. Lo difícil no es no tentarse ante semejantes shocks de oportunidades-para-aprovechar, sino perpetrar la ofensa de ir a buscar sólo un minúsculo objeto de todo ese mundo. Rechazar de plano el aparato, el montaje de descuentos sobre descuentos, para ir a buscar un producto artesanal, primario, genérico, que cumple un rol totalmente relegado en la escala de mercancías. Un solo pan, que se produce muy fácilmente, sin el menor cuidado, y lleva apenas una bolsa de madera y una etiqueta, con un código de barras y un valor potente por lo irrisorio: $ 1,10.
Cuando pisé la rampa, un señor vestido con un traje de empleado de seguridad me hizo un claro gesto con las manos, que indicaba que el lugar había cerrado. Al darme vuelta y entender que tenía que volver a mi casa sin nada, pero sobre todo sin la mínima posibilidad de cometer el crimen, mi paso furioso se volvió automáticamente cansino. No pude concretar mi pequeño acto revolucionario, y quién sabe cuándo pueda presentarse una oportunidad semejante. Mañana mismo, por caso, voy a necesitar más cosas que un pan, seguramente muchas más cosas, aunque ahora no las pueda detallar. De todas formas, ahora recordé que tengo también huevos en la heladera, que compré la semana pasada con otras más cosas, y que puedo, por qué no, hacerme un omelette.

 

Ilustración: Rick Beerhorst

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