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Trébol | Revista Colibri
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Por Nicole Martin

1. Aún despierto, Demian sueña. Está sumido en el profundo bienestar de ser niño y quedarse dormido en los brazos de su madre. Ella lo hamaca y lo besa en la frente, para después dejarlo en la cuna, que alguna vez fue un sillón y ahora cumple su función vestido de almohadones y cintas de colores.
Demian descansa pero escucha el ruido del televisor, que es lo único que ilumina el mono-ambiente que reconoce como hogar. En los metros cuadrados a su alrededor, la familia cuenta con una mesa ratona, una heladera tapada de imanes, un librero hecho de cajas de madera, un perchero y un colchón que corona el suelo de cemento. Las paredes están desnudas, salvo por un dibujo de Demian, pegado con cinta scotch. Parece un trébol de cuatro hojas. Por la ventana se escuchan los ruidos de autos y micros, que caracterizan el barrio porteño de Retiro.
La madre observa al niño en silencio y una, dos, tres, cuatro lágrimas, le lavan el maquillaje. Las ojeras grises pegadas a la mirada, que se apaga hasta dormirse. Ruidosamente, suena el teléfono. Ella corre a atenderlo, lo suficientemente rápido para que el niño no se despierte. Una voz femenina habla del otro lado. «Te dije que no llames más», susurra entre dientes. Y cuelga.
Demian se da vuelta en su cuna. Ella lo observa una vez más, llora tapándose la boca y apaga el televisor.

2. El niño patalea de rabia. «No me podes hacer esto», grita una, dos, tres, cuatro veces. La madre lo mira, severa, y repite una última vez: «No tengo plata, no vas a ir». Demian le dice, llorando, que sin ir a Córdoba de viaje de egresados, la primaria no tuvo sentido. Ella intenta disimular la risa y le contesta que es muy pequeño para entender las cosas que tienen o no tienen sentido.
Entonces, explota: «Te odio, te hubieras muerto vos y no papá, sos una puta». Esta última frase transforma la cara de su madre. Con los ojos enceguecidos, lo agarra por el pelo y lo tira al sillón, ahora sin cintas de colores.
Demian llora del miedo. Ella lo toma por los hombros y grita desde el fondo de su alma. Aprieta los dientes tanto que el sonido no forma palabra alguna. Luego cierra los ojos. Respira una, dos, tres, cuatro veces. Sin decirle nada, se encierra en el baño a llorar.

3. Ana vuelve del colegio. Cruza las calles angostas de Villa Carlos Paz con su pollera gris y un pullover bordó debajo del brazo. Cuando llega a las rejas verdes del umbral de su casa, se lo pone y respira hondo. El calor en diciembre es insoportable. Avanza directo hasta su cuarto, sin detenerse ante el olor a milanesas que sale de la cocina. «Hola, ¿no?», dice un hombre.
Aunque a Ana le faltan dos días para cumplir dieciocho años y unas pocas semanas para terminar el colegio, sus padres consideran que no puede quedarse sola. Por eso le encomendaron la tarea de cuidarla a su tío Carlos, el hermano favorito de su madre, quien vive a una cuadra. Sin recibir saludo, él la sigue a su habitación.
«¿Y mi beso?», le pregunta. Ana esboza una mueca, que pretende ser sonrisa, cuando él la toma por la cola y la besa en la boca, con evidente excitación. Luego se acerca a su cuello y la huele, mientras que respira ruidosamente. Contra su oído, murmura: «Comamos rápido que quiero darte mi regalo de cumpleaños antes que los demás».
Comen las milanesas en silencio. Ana mastica una, dos, tres, cuatro veces cada bocado. Cuando termina, la lleva por el brazo a la habitación. Detrás de sí, cierra la puerta.

4. La madre le da una cachetada. Al mismo tiempo, grita: «¡Puta! ¿Cómo va a hablar así de mi hermano? Ese crío te lo habrá hecho algún pibe que te cogiste por ahí». El padre permanece en silencio. La madre lo mira con rabia y le dice «Omar, ¿no le vas a creer a esta puta, no?». Ana llora desconsolada. Luego sale corriendo a su habitación. Mientras llora se aprieta el cuerpo, luego se golpea el vientre. Una, dos, tres, cuatro veces. Las lágrimas le acarician el rostro hasta que se queda dormida.
Cuando se despierta, ya es de noche. No comió en todo el día. Por eso, camina en puntas de pie hasta la cocina. Pero antes de llegar, ve la puerta cerrada y la luz encendida. La voz de su madre se filtra a través de la puerta. Cuidadosamente, pega su oído para poder escuchar. «La pendeja le dijo, le dijo que fuiste vos, Carlos, si Omar se da cuenta nos mata a los dos, sos un boludo, como no te pusiste un forro». Ana se tapa la boca para no gritar.
Dos días después, junta sus ahorros y los de una amiga del barrio y se compra un boleto a Buenos Aires. Allí, consigue trabajo de mesera y alquila una habitación en el primer barrio que conoce. Nunca más vuelve a Villa Carlos Paz.

 

Ilustración: Rick Beerhorst

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