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Un arma cargada de abrazos | Revista Colibri
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Un arma cargada de abrazos

Por Santiago Carrillo

Buenos Aires, 10 de febrero de 1978. Un teléfono suena a medianoche en una casa de clase media en la ciudad de Buenos Aires.
-¿Hola?
-Buenas noches. Le hablo del ejército. Estoy buscando urgentemente a Cristina Pardo.
-…
-¡¿Está Cristina Pardo!?
-Soy la mamá. Ella no está.
-¿Dónde está? Cayó un subversivo y su nombre estaba en sus pertenencias. Tenemos que interrogarla de inmediato.
-Está en el interior, pero no sé dónde.
-¡Dígame donde está!
-…
-¡La vamos a encontrar y desaparecer! ¡Es una terrorista!

Cristina Pardo tiene 18 años y está por asistir a los preparativos de una muerte en Beltrán, un remoto pueblo en Santiago del Estero. Junto a cuatro amigos realiza trabajo humanitario en nombre del grupo misionero de la Parroquia Nuestra Señora de la Piedad. No brindan cosas materiales; se ganan el respeto, la confianza y el afecto –en ese orden- al ofrecer su oído a los humildes habitantes del monte selvático, en el noroeste argentino. Una de las personas con que más se encariñan es Miguelito, el anfitrión del pre-funeral.

Miguelito tiene seis años y sufre hidrocefalia. No mueve músculo alguno y su familia cree que no pasa la noche. Lo acuestan desnudo sobre la tierra seca, en el patio de la casa de madera y techo de paja. Lo rodean con velas encendidas y esperan el desenlace final. Luego de recibir la noticia, el grupo misionero asiste consternado y se dirigen entre lágrimas a apretarle las manos a Miguelito para suplicarle que aguante un poco más. Al cabo de unos eternos quince minutos, abre los ojos.

De golpe, Cristina también despegó sus párpados, 34 años después, en la cama de su departamento en el barrio porteño de Congreso. El reloj que estaba sobre la mesita de luz marcaba las 10 de la mañana; era un día gris y nublado, como el despertar del ensueño que fundió viejos recuerdos. Cuando Cristina miró por segunda vez el reloj recordó que el primer paciente del consultorio llegaría a las 2 de la tarde, entonces se levantó, se lavó la cara en el baño para despabilarse y se preparó un café con leche y dos tostadas para acompañar la lectura de las noticias del día y revisar la casilla de mails.

River empató 2 a 2 con Brown de Puerto Madryn, Cristina Kirchner fue a Angola y el dólar blue estaba cuatro pesos y medio: nada demasiado cautivante para Cristina. Fue a la casilla de mails: un aviso de Groupon, una oferta imperdible de Mercado Libre y, de repente, los finos labios de Cristina se estiraron lentamente formando una sonrisa que le achicó sus ojos celestes, brillantes de alegría, mientras sentía una descarga eléctrica en su delgado cuerpo, desde los pies hasta su cabellera lacia y morocha, que la hizo dudar si realmente se había despertado: Cascos Blancos, la organización dependiente de la Cancillería Argentina, solicitaba voluntarios para una misión humanitaria en Irak para asistir a refugiados sirios, desplazados del territorio por la guerra civil que había comenzado hacía pocos meses, a principios del 2012. Cristina Pardo estaba en la base de datos de Cascos Blancos desde 2005, cuando brindó apoyo como psicóloga social a los médicos del Hospital West Jefferson, en Nueva Orleans, luego del paso del huracán Katrina.

Los nervios le hicieron temblar las manos y tardó más de diez minutos en responder el mail porque no encontraba las palabras justas, al igual que un adolescente tímido y enamorado. Un mes más tarde, cuando Cristina estaba segura que la misión ya estaba trabajando en Irak, recibió una notificación de Cascos Blancos que le informaba que había sido preseleccionada junto a otras tres personas. Los finos labios de Cristina se estiraron lentamente para formar una sonrisa que le achicó los ojos celestes, brillantes de alegría y en un estado de efervescencia leyó el archivo adjunto que enviaba la ACNUR, la agencia de Naciones Unidas encargada de los refugiados y quien pedía ayuda a Cascos Blancos.

Un grupo de trabajadores sociales tenían que ir al campamento de ACNUR en Dohuk, ubicado en el Kurdistán -zona norte de Irak que limita con Siria y Turquía-, para funcionar como intermediarios entre las personas y las autoridades responsables. Además, el comunicado explicaba el conflicto: grupos rebeldes intentaban derrocar al Presidente sirio Bashar Al-Asar por considerarlo violento, sanguinario y corrupto.

Mientras en el aeropuerto internacional de Ezeiza Cristina conocía a sus compañeras Myriam Selman, trabajadora social, y Alejandra Loughlin, arquitecta, en la ciudad de Ibdid, ubicada al noroeste de Siria y a pocos kilómetros del mar Mediterráneo, una multitud se manifestaba pacíficamente en contra del régimen de Bashar Al-Asad y en reclamo de libertad. Las personas cantaban “Vamos a seguir luchando; Bashar que Dios te castigue” y acompañaban con aplausos. Las personas que marchaban adelante cargaban un cuerpo difunto y envuelto en mantos blancos: Chadi, un hombre que había sido asesinado por un francotirador del Ejército Regular en una concentración similar, el día anterior.

Cuando los activistas estaban enterrando a Chadi en un pozo que estaba en el medio de las calles repletas de escombros, los civiles escucharon el sonido de los aviones que estaban cada vez más cerca. De inmediato, todos se dispersaron y corrieron atemorizados buscando algún refugio entre los edificios que seguían en pie, por el bombardeo del régimen que no tardaría en llegar. Un explosivo detonó muy cerca de Abdul, un propietario de una huerta de olivos. Su nieto de 12 años, que había presenciado como las esquirlas le perforaron el tórax, se acercó corriendo y llorando. Le tomó las manos ensangrentadas al abuelo, se las llevó al pecho apretándolas y le dijo ¡Levántate! Fue en vano, Abdul estaba muerto.

Esa misma noche Salaj, padre de familia y gerente en una empresa multinacional, decidió que ya no tenía sentido seguir viviendo en Ibdid. Junto a su esposa y sus hijas, de 8 y 5 años, tomaron unas pocas pertenencias, el dinero que tenían a mano, la comida que podían trasladar y se embarcaron rumbo a la frontera con Irak para escaparle a la muerte. El camino de 758 kilómetros tendría que ser apresurado y sigiloso: el gobierno de Bashar no permitía opositores, desertores ni personas que dejaran el país.

El viaje de las argentinas también fue largo. Primero 12 horas de vuelo hasta Madrid y después otras cinco a Jordania, donde debían realizar un curso de seguridad. Cuando pisaron Amán –capital de Jordania- sintieron un calor abrumador que pesaba sobre sus hombros. El sol les quemaba la piel y solo sintieron alivio en el momento que subieron al climatizado móvil de Naciones Unidas, que las llevaría al hotel donde se hospedarían.

En el trayecto, las palabras se les quedaron atragantadas porque no podían describir el lujo y la sorpresa que les causaba ver la cantidad de autos extravagantes que andaban por un asfalto que parecía encerado y tenía modestas luces rojas a sus laterales. Las construcciones tipo arabescas las trasladaron a un mundo que imaginaban tan mágico como el de Aladín; la arquitectura ostentosa ponía severa atención en las aberturas doradas y finamente talladas, combinadas con el tono arena de todas las edificaciones y un fondo de montañas áridas que veían a lo lejos.

En la recepción del hotel Myriam alivió los 50 grados de temperatura cuando se sirvió de una jarra agua helada con hojas de menta, que estaba al lado de una bandeja de plata con manzanas intensamente rojas. Alejandra y Cristina ni se percataron de la brújula gigante que indicaba al este –dirección donde estaba La Meca- y fueron directo a las habitaciones que estaban en el décimo piso, hartas del viaje y de trasladar el equipaje. Alejandra lo primero que hizo fue abrir las ventanas con vista a la ciudad y quedó petrificada: un rojo atardecer cautivó sus ojos y fue abrazada por un canto que provenía de todas partes, invitándola a orar en las Mezquitas. Más tarde fueron a un supermercado. En el local no había nadie quien les cobrara. Miraban a todos lados y nada, ni una persona. En un momento, Cristina se acercó al mostrador y observó que el encargado estaba arrodillado sobre una pequeña alfombra y rezaba con la frente pegada al suelo. Las tres mujeres se miraron y sin decir una palabra habían entendido todo.

A las 6 de la mañana del día siguiente, un chofer de Naciones Unidas las pasó a buscar para llevarlas al curso de seguridad que se realizaba en las afueras de Amán que, para la sorpresa de Cristina, era en una base militar jordana. El predio, que estaba en una zona montañosa, tenía un alto edificio central de forma cuadrada y campos libres donde se veían a los soldados realizar prácticas. Aunque las paredes fueran gruesas, nada podía aislar el sonido de metralletas pesadas y las explosiones de bombas que carcomían los tímpanos de Cristina, trasladándola a las épocas donde militares hacían amenazas telefónicas en su casa.

-¿Te sentís bien?-, le preguntó Myriam a Cristina, al percibir que estaba muy callada.
-Sí, no pasa nada-, le respondió con titubeos.

No tenía otra cosa para decir; las palabras eran insuficientes para explicar la claustrofobia interna que sentía. No podía contar que en realidad no veía a los uniformados jordanos, sino creía que estaba rodeada de efectivos que la iban a reprimir como lo hicieron en Plaza de Mayo, cuando militaba en organizaciones de Derechos Humanos. Cristina bebió un sorbo de agua y bajó de la garganta una serie de confesiones.


Junto a personas de las nacionalidades más remotas que harían incursiones en Irak, las argentinas ingresaron a un aula donde cada uno tenía su lugar prefijado con su nombre. Durante una semana, aprendieron a detectar explosivos en autos, efectuar la reanimación cardiopulmonar (RCP) y las maniobras necesarias por si eran víctimas de algún atentado terrorista. Comenzaban a las 7 y terminaban alrededor de las 15, con un descanso al mediodía para almorzar en el comedor general de la base militar.

El último día en las aulas de la base militar los voluntarios se encontraron sobre sus pupitres una bolsa de plástico. Tenían que arrancarse un cabello y colocarlo allí dentro: un iraquí de dos metros de altura y con acento yanqui les explicó que, en caso de que murieran, gracias a ese pelo identificarían el cadáver.

Luego, se dirigieron en un vuelo de casi dos horas hasta el aeropuerto iraquí en Erbil donde hicieron los trámites correspondientes y a los dos días viajaron tres horas en una caravana de camionetas hasta Dohuk, la ciudad donde estaba el campamento de refugiados y que había sido sede de enfrentamientos militares en la Guerra del Golfo, en 1990. El asentamiento se encontraba a ocho kilómetros de la ciudad y estaba repleto de carpas blancas octogonales con capacidad para seis personas, separadas por sectores: las familias de un lado y los solteros por el otro. Apenas llegaron, Myriam tenía unas desesperadas ganas de orinar y le preguntó a un doctor de Médicos Sin Fronteras que pasaba por allí donde estaban los baños. Tardó más de media hora en encontrarlos porque no había ninguna indicación: habían detectado el problema fundamental de la falta de cartelería.

El lugar para bañarse era una estructura cuadrada que no tenía puertas. Entonces, las mujeres tenían que ir de a pares: mientras una se aseaba, la otra se ocupaba de taparla. Cristina y Myriam entendieron que era una situación gravísima y de inmediato se dirigieron a las oficinas de Acnur a exigir el acondicionamiento del lugar porque era un escenario proclive para abusos sexuales. Los encargados del campamento les explicaron que comprendían el reclamo pero que era muy difícil atender todas las necesidades cuando ingresaban cientos de personas por día. Por ello, Alejandra tenía una función diferente: era la encargada de verificar y programar los mejoramientos arquitectónicos. Un objetivo primordial era la construcción de viviendas de material, que serían entregadas progresivamente a las personas ancianas o con discapacidades. En ese entonces, había alrededor de 2 mil personas en el campamento; al cabo de un mes, cuando terminaría la misión de Cascos Blancos, habría más de 14 mil refugiados.

Todos los días tenían una rutina similar. Las tres mujeres se levantaban a las 7 para desayunar en el hotel en Dohuk, un móvil de Naciones Unidas las llevaba al campamento a las 8 y las pasaría a buscar a las 17 para trasladarlas de vuelta. Apenas llegaban, una multitud de personas se amontonaban desesperados para manifestar las inquietudes a Cristina y Myriam. En los reclamos no había monotonía: todo el tiempo sucedía algo distinto, una persona en particular desamparada que no sabía qué papeleos hacer, que se encontraba en un país ajeno, con un problema específico. Entretanto las mujeres atendían a las personas, apareció un hombre alto envuelto en múltiples vendas que les dijo ayúdenme, tengo cinco balas en el cuerpo. Myriam lo acompañó al hospital que se encontraba dentro del campamento y Cristina se quedó tomando actas.

A los pocos minutos, Cristina apartó la vista del papel en el que escribía y se percató con sorpresa de que todas las personas del campamento habían desaparecido: un tornado de arena se aproximaba a ella, que se había quedado sola y con los pies clavados al suelo. Los únicos músculos que le respondieron fueron los de los párpados, que se cerraron con fuerza por el miedo y en espera de lo peor. Una señora que advirtió la secuencia la tomó del brazo a Cristina y le dijo, mitad en su lengua y otro poco en señas, que la acompañara. La llevó a pasos acelerados al interior de una carpa para cubrirse de la tormenta en donde, luego de un largo suspiro, las dos mujeres se miraron dulcemente en señal de mutuo agradecimiento.

Mientras Myriam estaba en el hospital –y también estaba asustada por la tormenta de arena- se le acercó un hombre muy flaco y con una barba desprolija de varias semanas. Era Salaj. Le dijo que había llegado hacía unos días y que con su esposa e hijas la esperaban para que los visitara. Por supuesto, le respondió Myriam.

Al día siguiente, Myriam y Cristina fueron a la carpa de Salaj. Apenas entraron, la familia entera sonrió tímidamente, como si se hubieran olvidado lo que era ser felices. Fatima, la esposa de Salaj, las hizo pasar y sirvió té para todos sobre una mesa ratona.

Salaj les contó su huida de un país que nunca había abandonado, la impotencia de soportar el olor a podrido de los cadáveres de sus vecinos y no poder ni siquiera recogerlos, porque sino también sería ejecutado, mientras se ocultaba en el sótano de su casa que estaba en ruinas.

-¿Cómo hago para sacar el horror de mis ojos? Si aunque los cierre sigo viendo todo-, decía Salaj mientras abrazaba a su hija más pequeña.

Entonces, Myriam y Cristina le regalaron algo que la familia hacía tiempo olvidaba de su mera existencia: un oído comprensivo, un hombro que aguantara el llanto, un abrazo que los reconfortara y palabras justas para alentarlos.

-¿A ustedes les importó lo que pasaba en Siria?-, preguntó Salaj desconcertado de que las mujeres sean argentinas.
-Sí, claro. Veíamos las noticias y nos preocupábamos mucho-, contestaron.

Al rato, Myriam y Cristina tuvieron que abandonarlos porque tenían que seguir trabajando y, sin que pudieran regular sus revoluciones sentimentales, otra familia apareció corriendo buscando a las mujeres de Cascos Blancos.

-¿Qué sucede?-, se adelantó Cristina.
-Mi papá está muy enfermo, a punto de morir, en Alemania y no me dejan viajar-, dijo la señora completamente desconsolada.
-¿Por qué no te dejan?-, cuestionó Myriam preocupada.
-Porque Alemania no está recibiendo inmigrantes. Necesito Visa y no me la quieren dar-, decía mientras repetía que el papá la llamaba todos los días y que ella quería ir.

Cristina volvió a recordar sus épocas de lucha por Derechos Humanos, pero esta vez para algo más productivo que un mal humor. Tomó cariñosamente del brazo a la mujer angustiada para hablar a solas.

-No llores más-, le dijo firme Cristina con su voz aguda y suave. –Esto que te voy a decir es un secreto entre vos y yo-
-Sí, decime-, contestó la señora un poco más tranquila y con los ojos bien abiertos.
-Vas a volver a la Embajada de Alemania, en Erbil, y les vas a decir que no te vas a ir hasta que te solucionen el tema de la visa, porque ACNUR tiene una figura que dice que es primordial que los familiares se vuelvan a juntar en el lugar más seguro-
-Pero me van a querer echar-
-Te llevas una soga, te atas a una silla, le decís que es tu derecho y no te vas hasta que te solucionen el tema de la visa-, ordenó Cristina. A la mujer se le secaron inmediatamente las lágrimas y la abrazó fuertemente. A los pocos días, se volvieron a encontrar en el campamento y la mujer la llamó a Cristina para contarle algo en secreto: había seguido las instrucciones al pie de la letra y en dos días viajaba a Alemania.

LA ESCOLARIDAD EN MEDIO DE LA GUERRA

Uno de los grandes desafíos que afrontaron Cristina y Myriam fue en el ámbito educativo. Cerca del campamento que albergaba a más de 350 chicos en edad escolar había un colegio local, pero le era imposible abastecer tal afluente de alumnos. Entonces, después de varias peregrinaciones por las oficinas de los funcionarios consiguieron unos módulos metálicos que funcionaron como aulas.

Luego, el director de la escuela no sabía en qué grado estaba cada nene. -¿No tienen certificados?

-No. ¿Cómo los van a tener si se escaparon escabullándose en la noche mientras los militares los tiroteaban?- contestó Myriam.
-Lógico-, respondió el director. –Entonces, si la mamá dice que está en tercer grado lo ponemos allí, si no llega a rendir lo pasamos a segundo-, propuso.
-Perfecto-, dijeron ambas mujeres entusiasmadas e imaginándose a los niños yendo a la escuela nuevamente con sus guardapolvos grises y mochilas.

A los pocos días, Cristina se encontró con Salaj entre las carpas y solo lo reconoció cuando él la saludó. Sin la barba parecía que había rejuvenecido 10 años.

-Te afeitaste-, le remarcó Cristina.
-¿Viste?, estuve pensando en lo que me dijeron y me afeité, como marca que vuelvo a empezar mi vida-, dijo Salaj con seguridad.

Cristina quedó enmudecida. -¿A qué hora vienen a almorzar a casa?-, le preguntó a Cristina, quien hacía tiempo nombraba como su hermana, al igual que a Myriam. Antes de que le contestara, apareció Alejandra y le dijo que tenía un llamado importante desde la agencia central de ACNUR, en Erbil.

-¿Hola?
-Buen día, Cristina. Llamaba para informarle que hoy concluye la misión de Cascos Blancos. Mañana las pasa a buscar un móvil para llevarlas a Erbil y luego a Jordania, donde tomarán un avión hacia Madrid y finalmente otro hasta Buenos Aires.
-…-
-¿Cristina?-
-¡¡NO ME PUEDE HACER ESTO!! Yo no me pienso ir. ¿¡En qué momento me despido de la gente!?
-Tómese el día de hoy para despedirse-
-Ni loca, hay un montón de cosas por hacer. Así no se hace un trabajo social y por respeto a las personas no le voy a decir que no nos vamos a ver nunca más de un momento para el otro. Yo no me voy. Chau-

Pocas veces Cristina había estado tan enojada y la rebeldía que se había aguantado en la base militar de Jordania explotó en ese momento en un llanto impotente. Myriam estaba de acuerdo y ambas se comunicaron por videoconferencia a la oficina de ACNUR, en Dohuk, que para su fortuna solía tener cortocircuitos con la central de Erbil. Luego de que Cristina le explicara completamente desencajada que no importaba si ella tenía que pagar de su bolsillo el costo de los pasajes para quedarse dos días más, la persona en Dohuk se puso de su lado.

-¡¿Quién dijo que se van a ir!? Nadie me pasa por arriba. Tranquilas, ustedes se quedan dos días más-
-Gracias-, fue lo único que pudo decir Cristina, aún enojada.

Al día siguiente, cuando llegaron, nuevamente la gente las amontonó para hacerles los reclamos de siempre. Algunos gritaban verborrágicos y nunca faltaba el que lo tranquilizaba y le ordenaba que a Cristina y Myriam les debían hablar bien. Mientras no cesaba el trabajo empezaron a despedirse: una de las primeras familias las esperó en su carpa con un mate y yerba, habiéndose enterado de la tradición argentina. Cada despedida era una constante: los sirios que no podían creer que las argentinas se fueran y la sensación de abandono que invadía a las voluntarias, angustiándolas.

En la casa de Salaj hubo mucho silencio: se miraban confundidos y a ninguno le salía palabra alguna. Entonces, Salaj tomó unas fotos tipo carnet -las únicas que tenía gracias a los trámites de ACNUR- y se las regaló a Myriam y Cristina, diciéndoles simbólicamente que iban a estar con ellas siempre, que ya iban a volver a tener una casa y que allí iban a encontrar refugio toda su vida. Más tarde, el móvil de Naciones Unidas las pasó a buscar por última vez por el campamento para llevarlas al hotel.

En un momento de las 12 horas del vuelo de regreso a Buenos Aires, Cristina miraba las formas de las nubes por la ventana del avión mientras Alejandra y Myriam dormían como bebés. En el silencio Cristina pudo reflexionar y digerir el mes que pasó en Irak. Sabía que su esfuerzo nada había hecho para terminar el conflicto en Siria; era consciente de que muchas personas seguían muriendo y que el campamento de refugiados crecía a cada hora. Cuando trabajaba sintió más de una vez que lo que hacía era igual de insignificante que un grano de arena en el desierto. Pero entonces sonrió y asintió a sí misma con la cabeza: comprendió que para cambiar el mundo solo necesitaba cambiar su mirada de él; asumió que no estaba tomando dimensión de como habían repercutido sus acciones en los corazones de los demás, que en ellos no se evaporizaría y algo más importante finalmente trascendería.

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