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Historias de la 31: cabello, soda y vino, para todo el pueblo argentino | Revista Colibri
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Historias de la 31: cabello, soda y vino, para todo el pueblo argentino

Por Fermín Filloy

En los pasillos de la Villa 31, durante la media mañana, circulan transeúntes por doquier. Los comercios atestan las angostas veredas de frutas, verduras, cortes de pelo y hasta alguna ferretería suelta. Marcelo, de 50 años, repleto de tatuajes, llama la atención por uno en particular: la lágrima debajo de su ojo izquierdo, señal de que estuvo en la cárcel. Abrió su peluquería hace poco más de un año, y para ingresar a cortarse el cabello hay que atravesar los desprolijos vallados de una obra de cañerías y el barro que una chapa de metal evita haciendo las veces de puente. “Rompen todo. Hacen pozos y después los tienen que volver a hacer para reparar caños que habían construido. Está mal hecho. Eso que se ve ahí hace tres años que sigue igual”, lamenta. 

Te hace sentar en una silla sin rueditas, frente a un gigantesco espejo. Pero quien activará las labores pertinentes en este caso no es él. Es Jonatan, de 26 años, su ayudante. Hizo el curso y hace un año trabaja en el lugar. Un obrero de la cuestionada cañería le pide un turno para más tarde y se sienta a esperar, con el overol firme, mientras come una vianda. Parece ser pollo con puré de calabaza. El celular se pone en modo grabador al lado de las máquinas y los peines. La conversación no es muy extensa, se nota algo de temor y resquemor por la presencia del albañil, y también por algo mucho más latente que siente Marcelo: “Ojo si investigás, que a los que están en contra del gobierno los matan como en la dictadura”, afirma, aunque con una leve sonrisa que no denota broma pero sí exageración.  

Jonatan mira de reojo y parece querer agregar sus bocados. “Hace un año estoy acá, y vivo arriba de la pelu. Me queda lejos”, bromea. En el barrio de Palermo, una peluquería promedio cobra 250 pesos. Aquí, sale 100, y deja frases interesantes y rutilantes. No todas en broma como la anterior: “Afanan en todos lados, a pesar de que hay puestos policiales. A la noche es un peligro. El otro día degollaron a un pibe acá afuera, en la puerta”, cuenta Jony. La despedida es con saludo de mano, y la palabra de Marcelo: “Acá se tarda años en hacer una obra chiquita. No se entiende para qué tanta guita”.  

El silencio del mediodía todavía no es moneda corriente pero se va presentando. Las caras que permanecen distinguen al ajeno, al desconocido, y observan levemente, aunque no con sospechas. Más bien curiosidad. Todos se conocen. Todos saben quién es quién allí. Emilio vende verduras casi sobre la vereda, y en su local sólo conserva la caja para cobrar y cajones que le van llegando. Cobra 40 pesos el kilo de tomate, y con la mirada puesta en la cañería rota -la misma de la peluquería de Marcelo-, recibe la curiosidad del cronista y sonríe: “¿Todo roto, no? Está toda la villa así, no se puede andar por ningún lado”. Emilio se encarga de cobrar y despachar las cargas que llegan. Su mujer prepara los pedidos de los clientes. Evita dar su nombre, duda en acercarse a la charla, pero con una vergonzosa y leve voz agrega que “los nenes cada vez salen menos a jugar porque no hay espacio ni seguridad”.  

La caminata continúa. Un hombre de estatura baja y el pelo blanco que no condice con su aparente edad está parado con los brazos apoyados sobre un tacho de basura. Una cerveza Brahma acompaña su mano, algo arrugada y descuidada. “México, México”, grita. Este autor vivió en aquel país en la infancia, y se acercó a consultar el por qué de la arenga. “Víctor Castelar, aunque me puede decir Víctor Manuel, como al cantante”, saluda, con la voz que arrastra una borrachera de larga data. Convida la cerveza, y acepta la invitación a beber algo en el bar que está a pocos metros, ya saliendo del barrio.  

Se acerca alguien, más joven, calvo y con una campera de River Plate. “¿Van a tomar un vinito?”, consulta, pero ya sabiendo la respuesta y sumándose a la moción. El bar, sin nombre, sin carteles, es más pequeño que lo que solemos concebir como pequeño. Un monoambiente apretadamente repartido con mesas angostas, dos sillas en cada una, la barra postrada al final con las bebidas abajo, y una puerta a la derecha abre un baño ínfimo. “Vamos con un Valderrobles y una sodita, ¿no?”, propone el nuevo integrante, y se identifica: Gabriel Alejandro. Ante la revelación de que iban a ser grabados para fines periodísticos, ambos se ríen y se acomodan como si hubiese una cámara. Pero enseguida le dan sincera cuerda a sus palabras. No tanto Víctor, que terminaría balbuceando con su estado de ebriedad. 

“Me gusta que estés acá sin miedo y sin caretear”, se sincera Gabriel. La moza trae el vino tino y la soda, con tres vasos pequeños de tono oscuro. Una cumbia desconocida suena de fondo. Víctor Manuel parece recuperar lucidez: “Hijo, los políticos lavan plata. Acá ponen mucha pero está toda lavada”, suelta sibilinamente. “Mientras, en el barrio siguen robando. Pasa eso y yo pienso: éstos hacen lo que les conviene, y no cambia nada al final. Todo está igual”. Luego, todos sus aportes serían inentendibles por el alcohol, y desorganizados. Declara que se fue de su país natal hace diez años, echado por su mujer y sus dos hijos, por un nivel de alcoholismo que se tornó inmanejable y violento. Recaló en Perú a través de familiares, y terminó en la 31. No podremos saber jamás si todo aquello es cierto, pero elegimos creer que sí. Termina con algo de fútbol (quiere que River gane la Libertadores), y una anécdota: le robaron 5 mil pesos de un conchabo el día anterior. Al poco tiempo se retiró a dormir la siesta.  

Alejandro se queda. Visualiza el ambiente y da la sensación de que está organizando ideas. Defiende a Víctor, a quien le dice “México”: “México es buen tipo, cuando no está así es re interesante hablar con él. Pasó por varias. El tema es que siempre anda en pedo y le roban o lo cagan. Entonces no se sostiene”. Estudia cada palabra que va a decir. A pesar de la confianza que mostraba al principio, ahora recula. “Tenés que andar con cuidado acá, más si es de noche. Todos saben que no sos de acá, tenés pinta de ser de afuera. En los boliches te ponen algo en el trago y fuiste”. De todas formas se ríe, trae nuevamente a River a la mesa, y pide otro Valderrobles. “Éste lo invito yo”. Trabaja de panadero en San Telmo, y también hace servicios de catering del mismo comercio. “Me levanto a las cuatro de la mañana y voy en bici hasta allá. Es duro pero así vivo bien”.  

Enfrente, está la Feria Latina, todavía con clientela. “Los de acá, y los del barrio también, van a estar mejor con la urbanización, pero van a tener que pagar para eso. No todos quieren”. Deja lugar para una queja: “Conozco gente que tiene 46 cuartos, los alquila a cualquier precio viven de eso, ahí nadie se mete a ver qué pasa. Los políticos hacen guita y se van”. Eso sí, rescata que circula menos droga que antes porque “la yuta los mató a todos”, aunque la inseguridad, lejos de mermar, viene en franca levantada, según comenta Gabriel.  

Destaca las viviendas de la Containera, el terreno comprado a Nación que ahora tiene a sus nuevos habitantes ya instalados. “Una amiga está ahí. Antes vivía en la basura casi, todo roto. Ahora tiene un hornito, calefón, agua caliente que sale fuertísimo, los pisos limpitos. Es un lujo”. Después de tantos análisis pálidos, éste parece alegrar -aunque sea escasamente- la pesadez de los diálogos. 

La ebriedad se siente en el aire como un martilleo molesto que se exacerba ante la nula comida digerida. Las nubes negras del cielo dejan caer gotas gruesas que invitan a retirarse. Gabriel Alejandro saluda como si no hubiese próxima vez.

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