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La ruta del Che - crónica de viaje en Bolivia | Revista Colibri
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La ruta del Che – crónica de viaje en Bolivia

Por Nicole Martin

¿Qué secretos esconde la historia en sus sombras? Una noche de mal dormir un rayo cruza mi mente, me levanto a tientas, mi minúsculo cuarto da vueltas y entonces de mi garganta nace un río embravecido. Vomito hambre, soledad, miedo.

Una cara conocida me habla en sueños, mientras que mi cuerpo intenta descansar a 20 metros de donde el suyo respiró por última vez. Me dice: «A quienes buscamos vencer el tiempo, no nos mata el olvido, nos mata el ego«.

El «Che» Guevara, comandante de guerrillas en Cuba, Congo y Bolivia suscita banderas y canciones, enojos y críticas, entre algunas mentiras y verdades, licencias que se toma la historia de la humanidad.

Aquel día de febrero, cuando todo Bolivia se disponía a festejar el Carnaval, entré a Vallegrande específicamente a seguir la ruta que comenzaría en esta pequeña ciudad y terminaría con su asesinato en La Higuera, unos 60 kilómetros más adentro en la montaña; para que su cuerpo sea exhibido, desaparecido y enterrado otra vez en Vallegrande.

Vallegrande, Bolivia.

En la zona no hay casi huellas del Che, al menos no a la vista. Mire donde mire, todo está pintado de carnaval: las casas con guirnaldas, los pomos de espuma como amenaza constante y múltiples paradores donde se vende licor casero, cerveza a temperatura ambiente y hamburguesas de sospechosa carne.

Sin embargo, la historia cuenta que allí está la lavandería del Hospital Señor de Malta, donde se exhibió el cuerpo del Comandante, privado de vida, de peso y color; sólo sus ojos abiertos e inertes dieron cuenta de que era él, el mítico personaje que había protagonizado la revolución cubana. Muerto muy lejos de los lujos que la isla le había ofrecido, en medio de los sudorosos valles bolivianos.

Algunos se burlan de esta decisión. ¿Por qué una persona que triunfa en su revolución y puede consagrarse como un héroe a sus 30 años viaja a un país indígena y sin experiencia de guerrilla, a repetir la experiencia?

Según confiesan sus diarios, el motivo fue porque Bolivia era un país central en Sudamérica, desde el cual se podía acceder fácilmente a Perú o a Brasil, a Paraguay, tanto así como a Argentina y a Chile. 

El acto se enmarcó en los ideales internacionalistas que profesaron sentir cada injusticia, en cualquier lugar del mundo, como propia. Calvo, con pelo blanco y anteojos, el Che aterrizó en el aeropuerto de La Paz el 3 de noviembre de 1966.

Se hizo llamar Ramón y, al final, Fernando. En Bolivia, más de cincuenta años después de su muerte, siguen sangrando las heridas de la dominación blanca sobre los pueblos indígenas.

Otro factor para elegir Bolivia era el vínculo diplomático entre Cuba y el Partido Comunista Boliviano (PCB). Sin embargo, en el primer crack que anticiparía el final, el PCB rompió con el Ejército de Liberación Nacional de Bolivia, conducido por el Che.

La historia tiene dos versiones: la del representante del partido, el General Monje, que rechazó la propuesta cuando el extranjero sentenció que sería el único que comandara la milicia, en aquel país desconocido. Aquello sería una derrota asegurada porque, según deduzco, para el boliviano el Che no era como Bolívar o San Martín.

Mario Monje y el Che en Ñancahuazú, Bolivia.

Los diarios del argentino relatan que el 31 de diciembre de 1966 en Ñancahuazú, Monje se presentó derrotado a la conversación, con justificaciones que marcaban el fracaso inevitable. 

En aquel diario, cuyas páginas cuentan detalladamente cada día hasta guardar fúnebre silencio el 9 de octubre de 1967, el Che se muestra extrañado y sorprendido por aquella actitud. Monje no, ya que según él era explícita la postura contra la lucha armada del PCB. Ellos iban por las urnas.

-Eres un cobarde-, soltó el Che.

-¿Tú eres suicida?-, respondió Monje, según declaró él mismo en Rusia en una entrevista publicada por el periódico Sankt-Peterburgskiie Vedomosti el 9 de octubre de 1992.

Lo cierto es que la figura del Che marcó a muchas personas. Incluso a mí. En una familia donde casi nadie hablaba de política, y menos de izquierda, mi discurso adolescente tomó de sus frases para argumentar lo que me parecía obvio: el capitalismo es hambre y violencia. Pensar como el Che me configuró anticapitalista.

Al construirme feminista, entendí otros flancos que se interseccionan en la explotación. Hay mucho que cuestionar al proceso guerrillero comandado por Che sesenta cómodos años después, como los fusilamientos en La fortaleza de La Cabaña en el epílogo de la revolución, la imposición militar obligatoria y las nefastas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) para el trabajo forzado de personas disidentes de todo tipo.

Cuando conocí al Che, a Cuba y a Marx no pensaba en todo esto, ya que estaba en ese período de apenas conocer a alguien, cuando lo bello es demasiado deslumbrante para ver nada más. Luego llegaron los cuestionamientos, de la mano de lo que a Marx ocurrentemente se le escapó: el trabajo no remunerado de las mujeres, considerándolo “reproducción natural”. 

Algo aún mejor que un trabajador explotado es uno pacificado por el hecho de tener una sirvienta que depende de su salario (una noción que Silvia Federici tituló “El patriarcado del salario”). Aprendí que a los ídolos hay que matarlos, a unos más respetuosamente que a otros. Lo que no mueren son las ideas, y algunas son dignas de expropiar.

En todo esto pienso, mientras converso con resignación con mi compañero de ruta frente al Mausoleo y Museo del Che en Vallegrande, cerrado por la pandemia. En ese entonces, él suelta un hechizo: «Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma», e inmediatamente aparece Milton, un hombre de unos setenta años, quien baja de un mototaxi y nos invita a entrar a la fosa histórica.

Mausoleo del Che Guevara. Vallegrande, Bolivia. Foto: Nicole Martin

Frente a frente con el hueco donde se había hecho tierra el Che Guevara, pienso qué injusta es la sociedad y sus muertos preferidos. Me estremezco ahora, observando una de las tantas fosas comunes de Vallegrande, adornada solemnemente con placas: «revolucionario latinoamericano», «hombre más completo de todos», «amigo». 

Es su fortuna y no la de otros tantos muertos, tan memorables como él, que día a día se hacen tierra debajo de nuestros pies, sin conocer sus bondades o desgracias.

Milton, apodado el ‘gato’, nos lleva después a la fosa del resto de la guerrilla. A dos cuadras del Mausoleo, un cartel blanco da cuenta que ahí descansan 12 guerrilleros que protagonizaron la guerrilla en Bolivia, hambre y agonía mediante. 

Una sola mujer, Tamara ‘Tania’ Bunke, de nacionalidad argentina, yace para siempre presente en el homenaje. Eso sí, su lápida está separada de las demás, en respeto de los protocolos de género que no se acaban ni con la misma muerte.

Luego el vallegrandino nos invita a la lavandería. Si no hubiera sido por él, probablemente no hubiera logrado llegar, ya que el Carnaval ocupa la atención de todos y, como es común en Bolivia, no hay casi señalización de nada. Cuando llegamos al Hospital Señor de Malta, sólo una placa en la entrada da cuenta de su carácter histórico.

Al atravesar el patio del hospital, sin gente, Milton se detiene ante un mural de la carta que el Che había dejado a sus cinco hijos. Le da la espalda y, mirándome, recita de memoria hasta la última palabra, luciendo una medalla de guerrillero en el pecho: «Sean sensibles con toda injusticia, esa es la cualidad más linda de cualquier revolucionario«.

Milton ‘el gato’ frente a un mural del Che Guevara en el Hospital Señor de Malta. Vallegrande, Bolivia. Foto: Mateo Missio.

A unos metros, dentro de una construcción de vidrio, está la lavandería donde Milton, a sus cuatro años, vio con sus propios ojos el cuerpo del Che. Me causa gracia el muro de vidrio. Ni el recuerdo del Che, tampoco las vírgenes encerradas en grutas religiosas en América Latina, son libres de los barrotes punitivistas.

Milton me indica por dónde trepar el muro. Lo hago con la delicadeza del estómago revuelto por la historia. Dentro de los muros, por un lado, está la lavandería, completamente intervenida por la humanidad. Letras, fibras y colores de todo el mundo inundan las paredes. En diversos idiomas, personas del último medio siglo dejan su marca: «Te recordamos. Seremos como el Che. Viva la revolución. Latinoamérica unida«.

Una mesa en el centro de la construcción y aquello es lo único que hay. Desde el otro lado de la reja, Milton señala exactamente dónde había visto el cuerpo del Che y también el suelo donde habían depositado los cuerpos de los otros guerrilleros, evidentemente de menor categoría. Era un mensaje, dice ‘el gato’: «Si a alguien se le ocurre hacer algo como esto, así va a terminar«.

Al otro lado, la morgue donde se realizó la autopsia del cuerpo tiene un aire más lúgubre dentro, pero por fuera, un mural alucinante recupera la vida de las raíces de la guerrilla

Un continente americano pintado de colores, obreros diversos, mujeres con sonrisas desafiantes, zapatistas, niños y frases de lucha me emocionan. «Ni un niño con hambre / ni un niño menos«, reza la pared.

Mateo en la morgue del Hospital Señor de Malta, Vallegrande, Bolivia.

Aquella idea fue una de las últimas que el Che prometió, en los últimos minutos de su vida. Así lo contó repetidas veces Julia Cortez, la maestra boliviana que a sus 19 años le brindó un plato de sopa de maní al secuestrado, a punto de ser asesinado. También fue la última persona que él pidió ver.

Para continuar la ruta, tomamos el camino a La Higuera. 60 kilómetros de tierra y piedras sueltas cuesta arriba, entre curvas y letreros que guían hacia “La Ruta del Che”, hasta llegar a una gran estatua del guerrillero en la entrada del caserío a 2.160 metros sobre el nivel del mar.

La Higuera fue alguna vez un caserío humilde y perdido en la montaña. Al ingresar, en las puertas y paredes comienzan a aparecer pintadas estrellas rojas e imágenes del Che. En 1967, él caminó secretamente junto a su grupo guerrillero hasta la pequeña escuela rural en La Higuera donde fue ejecutado.

En el pueblo veo a una sola persona. Es una mujer de baja estatura, como la mayoría de las personas en Bolivia, y un rodete que le agrupa todo el cabello sobre la frente. Ella se acerca y nos pregunta si queremos entrar a La Escuelita

Al entrar, encuentro una habitación sin muebles, sólo una silla contra una pared. “Ahí lo asesinaron al Che”, dice la señora, señalando la silla. Aunque lo que leí antes de ir cuenta otro relato -el del guerrillero que se puso de pie antes de que lo ejecuten-, la idea me estremece. 

La información de los carteles de La Escuelita es clara: aquel 9 de octubre de 1967 terminó la vida del Che en manos del suboficial boliviano Mario Terán Salazar.

Fue una ejecución clandestina, sin juicio mediante, e incluso el ejército quiso ocultarla con la idea de la muerte en combate del Che. Esto lo desmintió el pueblo de La Higuera, porque al argentino lo vieron entrar caminando a la Escuelita de La Higuera, herido pero vivo. Y tras el ruido estridente de las balas, salió muerto.

Revisando las decenas de materiales que hay en la sala, reconozco en una entrevista en un idioma extraño la foto de la señora que me abrió la puerta, pero unos cuarenta años antes. “¿Usted es Doña Irma?”, le pregunto. Ella asiente. 

Cuando era niña, en esos roles aleatorios que reparte la historia, le tocó limpiar la habitación donde ejecutaron al Che junto a maestras y sus compañeros.

El cuerpo viajó a Vallegrande a exhibirse a la prensa internacional y al pueblo boliviano. Después de tres días, los militares lo desaparecieron, bajo estrictas órdenes de que el lugar no se convierta en un altar. Casi sesenta años después, el lugar donde lo exhibieron es exactamente eso.

No fue hasta 1997 que se encontraron los restos enterrados en secreto en la fosa común y se enviaron a Cuba. El pueblo lloró la partida del cuerpo, me cuenta Milton, y algunas personas, como él, creen que no son los verdaderos restos del Che, que siguen descansando en algún lugar de Vallegrande.

Cuando terminamos de leer los materiales de la Escuelita, Doña Irma nos cobra una colaboración para el Museo y dice que podemos dormir con la camioneta en frente. No queda casi nadie en el pueblo para molestarnos, explica, ya que la mayoría de las familias se habían asustado mucho con la guerrilla, al punto de abandonar La Higuera.

Frente a La Escuelita, mi compañero y yo cantamos en memoria de la guerrilla y reflexionamos mucho sobre los giros que las personas pueden darle a la historia. Quizás esa es la idea más revolucionaria que deja la figura del Che Guevara, pienso. 

Che Guevara en Bolivia.

A medida que va avanzando la oscuridad de la noche, el aire se va poniendo más y más denso, hasta que es insoportable deambular por La Higuera.

En mi cama móvil, los ruidos de los perros, el viento y los suspiros de la noche me agitan. Pienso en el hambre y la sed de la guerrilla, en esos hombres y esa mujer caminando en la noche, con la única compañía de las estrellas, la carencia y sus fusiles. 

Sueño vívido con sus caras, me hablan y me piden que reaccione, porque me están persiguiendo. Me levanto de un sobresalto y gateo hasta el exterior. Vomito. Luego la escena se repite una vez más. 

¿Es justo inmortalizar o cancelar a una persona con todo el peso de la historia desde el cómodo presente? La pregunta retumba en mi mente en la mañana, durante el camino de vuelta a Vallegrande. Cada piedra, río y badén que hacen saltar la camioneta me contestan que no.

Al final el Che Guevara no se salvó a sí mismo de la explotación y banalización capitalista. El neoliberalismo convirtió su gesto de indignación ante un atentado terrorista en el buque La Coubre en un símbolo pop y la idiosincrasia argentina lo consagró como un ídolo futbolístico.

Gente que avanza se puede matar, pero los pensamientos quedarán”, canta León Gieco en “Hombres de hierro”, y quizás ese sea el principal error de quienes ejercen la guerra. La muerte lava los pecados y genera una emoción muy poderosa que es la rabia.

Entre las luces y sombras del Che, una resalta: la de la acción organizada contra la injusticia, un pensamiento que no se puede fusilar, desaparecer, ni enterrar.

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