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Persiana americana | Revista Colibri
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Texto y fotografía por Paula Colavitto

Pasó otra vez ayer, y desde el martes que viene pasando. ¡Y yo que creí que no iba a pasar más y estaba esperanzada con la idea de estar olvidándome de la sensación! Y claro, era porque no estaba él, ¿a dónde irá éste cuándo se va?

Ahora mismo tengo que salir para el cole: otra vez se hizo un poco tarde, pero es que lo veo ahí sentado y no puedo, es un cerdo, lo odio. Lo distingo a través de la persiana americana del comedor, la cual separo con dos dedos, el índice y el medio, los mismos dos dedos que curiosamente está usando él para fumar.

Lo veo fumar y parece que con cada pitada humedece un poco más su cigarrillo, se lo apoya como si fuese una fruta, no cierra la boca, la abre y encierra el pucho entre labio y labio, como cuando uno se chupa el dedo después de haberlo hundido en dulce de leche. Cuando aleja el cigarrillo, un hilo de baba cuelga hasta caer al piso (hasta casi parece que la escucho como cae, espesa, al suelo de la vereda). Su perro, (¡pobre!) se levanta, la huele, casi como que se repele y se vuelve a acostar. El humo lo tira con desprecio, como si no le gustará fumar, como si el placer sólo sea llevarse el cigarrillo a la boca. Vuelve a abrir los ojos y lo escupe. Saca el humo con fuerza y tengo la ventaba cerrada pero aún así escucho como el aire sale de su cuerpo.

Cada vez es más tarde para ir a la escuela: veo pasar otras chicas, algunas compañeras de cursos más grandes, y veo como las mira, casi como si fuesen cigarrillos que caminan y otra vez el hilo de saliva y el perro que se levanta y se vuelve a acostar.

La persiana americana es de plástico y se dobla cada vez que miro a Jorge, me da tanta rabia que las aprieto. Están todas marcadas.

Y así quizás todo el día: se la pasa en la entrada, y si viene algún cliente, desde el capó abierto del auto seguro le comenta algo de alguna chica y se ríen los dos. No distingo lo que dicen pero los veo reírse a través de mis persianas.

Uy! Ya son las 3 de la tarde, si se entera la vieja que otra vez no fui, me mata. En cuanto se meta al taller salgo y me quedo dando algunas vueltas hasta las 6. ¿Por qué será que sigue ahí? ¿A donde va ese hijo de puta cuando se va? ¿Qué es lo que hace en su casa después de haber mirado tantos culos? ¿Cómo le volvió a hablar a la Rosa después de ese día? ¿Cómo pudo mirarla a los ojos?

Ahí se metió.

Hoy me puse un jogging, creo que así voy tranquila. No como el martes, que hubiese querido que mi pollera se estirara hasta los tobillos, lo más abajo posible, pero intenté y no pude, casi me la arranco con las manos por haber hecho tanta fuerza. Fue la caminata más larga, repetida mil veces en una misma cuadra. Y mientras lo escuchaba recitar todos sus dichos sobre mis piernas y escuchaba como salía el humo escupido de su boca, yo miraba hacia adelante, con la mirada clavada en mis persianas americanas, y las miraba tan fijo y tan fuerte como mis manos sosteniendo mi pollera; pero podía imaginarle la cara igual porque la pienso cada día que quiero salir a la escuela y me retraso, porque está ahí sentado en mi vereda, bloqueando toda mi cuadra con sus ojos panorámicos. La pienso cada vez que me retraso pensando en qué ponerme: “lo menos ajustado, lo más varonil”.

Doblé la cuadra y por fin respiré, de reojo mire hacia el taller pero no estaba. “Qué bien”, pensé y me fui a leer a la plaza mientras les contaba a las pibas por whatsapp porque había faltado.

A las 6 en punto las fui a buscar a la salida y Laura se mostró extremadamente interesada en mis relatos de Jorge, en la historia de su esposa, la Rosa y en cómo me había manoseado frente a ella. En el sopapo que le dio por defenderme, en todas las tardes que no puedo salir de casa.

Laurita se iba transformando con mi relato, su rostro parecía deformarse por la indignación. Me abrazó fuerte y me dijo que hoy venía a merendar a casa; yo ni le había avisado a la vieja, pero no pasa nada, a Laurita la quiere. Aunque no le gusta que fume.

Laura fuma, como aquél cerdo que fuma, pero fuma distinto. Laurita fuma a la salida de la escuela, mientras le hace ojitos a algún que otro compañero o los invita a salir, a mi me causa gracia que haga eso. A diferencia de como yo agarro la persiana americana o como el cerdo fuma su cigarrillo, Laura lo toma con el índice y el pulgar, como de costadito, es tan sutil con el humo que parece como si se lo tragara siempre.

Se venía para casa no más, pero me avisó que antes pasábamos por la suya un segundo, y fue un segundo literal porque entró y salió como si nada. Me extrañó que no dejara la mochila y le pregunté: “¡Espera! ya vas a ver”, me dijo con una seriedad que jamás había visto en ella.

Dimos la vuelta en mi vereda y ahí estaba Jorge. “Llega hacer algo y esto a los ojos, ¿me escuchaste?”, pronunció Laura alcanzándome de su mochila un tramontina. Yo conocía ese cuchillo, tenía uno igual en casa, ella llevaba otro pero qué importaba en ese momento. ¿Qué se le había cruzado a esta piba por la cabeza? “Quiero a mi compañera de banco de vuelta, todos los días”, me dijo y se río pero, llamativamente, seguía tan pero tan seria que parecía estar clavada en la tierra, con la mente segura, sin ningún pensamiento demás.

Mordiéndome mis propios dientes, apretando bien fuerte la mandíbula y casi sin respirar, caminé hasta casa. Laura iba a mi lado callada, mirando fijo al perro del Jorge. Entonces, no pasamos ni dos cm de más del taller, cuando: “¿Te gusta mi mascota? ¿Es peludita, viste? ¿Por qué no te agachas a tocarla?”

Yo tenía el tramontina metido para adentro del buzo, las manos me transpiraban como nunca y las persianas americanas de mi casa parecían estar cada vez más lejos.

“¿Cómo se llama?”, agregó Laura agachándose a tocar al perro. Entonces el cerdo, diciendo un montón de palabras y babeando su cigarrillo más que nunca, acercó su mano y la posó sobre la mano de Laura, que acariciaba al perro. Señalándome a mí, el cerdo, con la boca llena de humo y riéndose agregó: “Ella ya lo tocó una vez”.

De pronto, en mi cabeza: la persiana americana, las llegadas tarde, las remeras que me quedan gigantes de papá, las horas sin mis amigas, su mano en mis tetas, la Rosa mirando, su lengua en mi cuello.

Salté.

Salté, como un felino salvaje y clavé el tramontina en su ojo izquierdo… o en el derecho. De pronto, tanta sangre, y Laura al lado, creo que estaba, sí, estaba, con el otro cuchillo seguro y firme en el otro ojo, y cada vez más sangre.

….

El despertador amaneció sobresaltado a las 10 am. Lo hizo sin mí, porque yo nunca me pude dormir. A penas un desayuno y ni una palabra a la vieja que me besó y se fue a laburar. “No llegués tarde a la escuela hoy, nena”, murmuró.

Al cerrar la puerta las cortinas del comedor repicaron contra la ventana, me acerqué y miré. El taller de Jorge estaba cerrado y el perro andaba vagando por la cuadra. Me vestí como quise. Salí a horario. Caminé dos cuadras y ese perro de mierda me seguía, me ladraba, pero más me molestaba sentir que alguien más venía atrás de él, un hombre que jamás había visto en mi vida, marcándome el paso, al grito de: “¿Estás bien linda? ¿Te está molestando la fiera? ¿Querés que lo espanté por vos?”

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