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"Seis cuadras" – Vuelos de emergencia | Revista Colibri
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«Seis cuadras» – Vuelos de emergencia

Por Julia Córdoba

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Me bajo del tren acompañada. Somos varios los que bajamos en la estación de Ramos Mejía, pasamos los molinetes y esperamos que se ponga en blanco el dibujito del señor que simula caminar en el semáforo. Somos varios pero soy la única mujer. Es tarde y está todo oscuro. Estamos en La Matanza. Lo pienso. Lo pienso siempre que bajo del Sarmiento. La Matanza. El antónimo de Palermo en el diccionario de la calle. A decir verdad, acá nunca me pasó nada grave. La Matanza es ese monstruo que inventó la tele y, aún los que vivimos en sus zonas no precarizadas, le creemos.

A todos los que esperamos en la esquina, que en realidad prestamos atención a cruzar lo antes posible, nos pueden matar por un celular. Pero todos sabemos que yo -además- corro otros riesgos. Siento esas miradas. Siento que un pibe se me aleja para que no sospeche nada. Ni que me va a robar ni que me va a violar.

Son las diez de la noche. Qué horario vacío. No hay locales abiertos pero tampoco es tan tarde como para justificar un remis que me va a cobrar como mínimo cincuenta pesos por las seis cuadras que separan la estación de mi casa. Lo evalúo mientras, todavía, espero que corte el semáforo o que no pasen autos por Avenida Rivadavia. A veces, pienso en hacer una nota con estadísticas de cuánto gastamos en remis las chicas y cuánto los chicos, pero nunca la hago. Cuando finalmente cruzo la calle, camino una cuadra y me alejo del tumulto de gente de la estación. Estoy sola. Mi mochila, mis pasos, mi respiración y yo.

Son seis cuadras, Julia. Qué tan terrible puede ser caminarlas, pienso. Es Ramos, mi barrio desde que nací. Es lindo. Me vuelvo a repetir que nunca me pasó nada grave. Pero ahí nomas llega mi inconsciente, que siempre me juega en contra, con imágenes exactas de todas y cada una de las publicaciones que leo en Twitter sobre intentos de secuestro. Me las acuerdo tan bien que casi que visualizo sus retuits. “Chicas, tengan cuidado en Bolívar y Espora, me quisieron subir a un auto dos flacos, por suerte no pasó nada”. Y mis próximos ¿cinco? pasos me dejarán en Bolívar y Espora. Me consuelo pensando que no repetirán la misma esquina, como se supone que los ladrones no roban dos veces la misma casa.

¿Qué hago si me intentan subir? ¿Podría resistirme? ¿Cómo hacen todas las chicas que publican que se zafaron? ¿Son todas altas, grandotas y gordas? ¿Cómo puede ser que dos hombres desde un auto no logren subir a una joven mientras ellos están preparados y ella desprevenida? Bah, en realidad, las chicas no caminamos desprevenidas. Y atino a pensar que, quizás, en una de esas, quieren que camine con este miedo mucho más de lo que quieren llevarme.

Sigo caminando. Segunda cuadra. Son solo seis malditas cuadras. A veces vuelvo medio borracha y no tengo miedo, y prefiero caminar antes que tomarme un remis por todo el acting de simular que le mando un “estoy yendo” a alguien para que el remisero borre de su cabeza la posibilidad de violarme.

Las veredas están tan desastrosas como la gestión de la intendenta Verónica Magario y me veo obligada a mirar el piso si me quiero conservar de pie. La veterinaria está cerrada, como el kiosco y la inmobiliaria. En los edificios nadie da señal de vida. Pero quizás sea mejor, ¿qué hago si escucho un ruido? Todavía falta más de lo que hice. Si existiera un tubo que me escupiera de la estación a mi casa… Y, de repente, pienso que yo tengo tantas ganas de cruzar la puerta y entrar y hay tantas chicas que viven el infierno ahí adentro. Si la calle es esta selva donde las pibas tenemos que ir preparadas desde la ropa hasta la mente para asegurarnos que no nos pase nada ¿Qué hacen las que sufren acosos y violencia en su casa? ¿A dónde van? ¿Qué puerta cruzan para estar a salvo?

Ya está. Me olvido de que me había guardado el celular en el corpiño por miedo a que me roben. Mi miedo es otro. La pollería que hace delivery está abierta. Los tres señores que laburan ahí me saludan. Son simpáticos, me caen bien. Pero me da tanta bronca sentir que necesito el guiño de un varón para sentirme a salvo que creo que por eso soy feminista.

Y en el tramo que me queda, todos los varones desconocidos son enemigos. ¿Cuántas chicas le tendrán miedo a mi papá si se lo cruzan caminando a esta hora? ¿Cuántas mujeres malas debe haber en este barrio dispuestas a robarme o secuestrarme o vaya a saber uno a qué? Y, sin embargo, ruego cruzarme chicas, las siento aliadas.

Pasa un auto rápido al lado de mí. Me toca bocina. Esa bocina corta y sin sentido, esa bocina que me aclara “te toco bocina porque puedo”. Cuánto tiempo en mi adolescencia me han generado tanta confusión esas bocinazos: me está piropeando, se trata de lo linda que soy, pero el del auto es más grande que mi papá y yo tengo catorce. Esa bocina tan fugaz, que me hace sentir ridícula porque me alerta, me paraliza por un segundo. Esa bocina que me dice mirá que no te hago nada porque no quiero, porque teniendo auto, pija y más fuerza me tenés que agradecer que ésto sea solo un bocinazo.

Son seis cuadras, Julia. Qué tanto. Una chica camina a la par de mí en la cuadra de enfrente en mi misma dirección. La miro. Ella también tiene miedo. Lo noto en su caminar. Las dos vamos rápido. Pasos cortos, casi como saltitos, firmes y apurados. Ella tiene un bolso negro gigante, se nota que el bolso le molesta y cada dos pasos, sin parar de caminar y sin voltear la mirada, se lo acomoda. Por el envión con el que viene, creo que si se le cae, ni frena a agarrarlo. Nosotras no cruzamos mirada pero a nos alivia un poco ser dos. Y las dos lo sabemos.

Empiezo a tararear mentalmente una canción que escuché todo el día y me encanta. ¿Por qué no puedo hacer estas seis cuadras con auriculares? ¿Por qué voy aterrada? Si a mí nunca me pasó nada, ¿cómo caminan por la calle las chicas que sufrieron una violación o a las que sí, estando en mi lugar, alguna vez, subieron a un auto?

Y eso me lleva a recordar las fotos de las chicas que aparecieron en primera plana como los casos de feminicidios más trascendentales. Esas chicas a las que arrancaron de la calle para siempre. Son tan parecidas a mí, tanto que podría ser yo. Pero igual no lo entiendo. Aun con todo este terror, yo sé que a mí no me va a pasar. Porque no lo proceso, entonces no puedo imaginar la situación. Aún siendo feminista, aún interiorizandome tanto en cada caso, aún yendo a todas las marchas, no puedo imaginarme cómo es que aparecen chicas dentro de una bolsa de consorcio. No sé hasta dónde estuvieron vivas. Será que a algunas cuando las meten en la bolsa están conscientes y se mueren ahí y a otras las meten muertas. Qué habrán vivido hasta llegar a ser ese cuerpo que parece descartable que encuentra la policía. También pienso hacer una nota con estadísticas de a cuántas encuentra la policía y a cuántas no.

Si me pongo más cínica todavía, puedo imaginarme qué titularían de mi feminicidio los medios. Cómo lo justificarían. Vivo en La Matanza, ¿Sería una Melina Romero, fanática de los boliches que abandonó la secundaria? No abandoné ningún colegio y estoy en la universidad, ¿Pero si se enteran que me gusta tomar birra y fumar porro? Por favor, procurá que no te maten por ser mujer lejos de Capital Federal.

En la anteúltima cuadra, la chica que venía a mi par dobló en la esquina. Chau. Nos separamos. Si fuese menos tímida le gritaría “andá tranquila que no pasa nada”, pero la asustaría más. Que no nos pregunten la hora, ni dónde queda una calle, que no nos hablen, ni nos miren y mientras más lejos caminen, mejor. Porque ya leímos casos de chicas a las que secuestraron, o por lo menos lo intentaron, por preguntarles la hora, o dónde queda una calle, por mirarlas o estarles cerca.

Por mi cuadra, pero en sentido contrario, veo a un pibe que viene caminando. Es fachero. Con la paranoia que manejo no puedo pensar en hacerme la linda. A cuántas les habrá salido caro. Después, Baby Etchecopar y Chiche Gelblung van a decir que un poquito me la busqué, que como me voy a hacer la linda caminando por Ramos Mejía a las diez de la noche. Que cómo se iba a resistir el pobre cristiano.

El pibe me clava la mirada. Debería sentirme deseada. Esos ojos tan firmes y atractivos me dicen qué tan linda soy. En realidad, me hace un favor, me sube la autoestima. Pasa por al lado de mí y huelo los cien litros de perfume que se tiró. O no vive muy lejos de donde estamos o lleva el perfume en el bolsillo, porque mochila no tiene. Se aleja y yo pienso que soy una loca, que cómo puedo estar desconfiando de cada chabón que me pasa por al lado.

Colgada entre tantos pensamientos, me avivo que estoy a media cuadra de mi casa. Ya está. Me descuelgo la mochila de un solo hombro y empiezo a buscar las llaves sin dejar de caminar. Miro para cien costados distintos y abro la puerta. Qué alivio.

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