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Literatura | Ana No Duerme | Revista Colibri
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Literatura | Ana No Duerme

Por Hada Quelarre
Ilustración por Alana Rodriguez

“Ella apagó la luz de entrada.
–Ves –le dijo–. No estoy apagando la luz.
¡No, de ningún modo!
Simplemente estoy encendiendo la noche”.
(La niña que iluminó la noche, Ray Bradbury)

La oscuridad está encendida desde las 10 en punto, todas las noches. Sin excepción. La tía Laura dice que 22 es el número del loco, y eso es verdad porque es la hora en yo me quedo sola sola y me vuelvo medio otra. O me hago la otra, lo intento. Hasta que no queda otra que dejar de fingir demencia, de hacer como que no están ahí. El día se apaga cuando papá llega al último punto del cuento, a veces dormido, otras apenas bostezando, la voz distorsionada por el cansancio ya inconsciente de lo que me lee, no importa si es Dailan Kifki o La cenicienta de los Hermanos Grimm. Papá termina la historia y dice fin, se va a dormir, buenas noches, y apaga el día. Ahí es cuando se enciende la noche.

Pienso en la soledad. En que siempre, aunque a un pasillo esté mamá, siempre une está sole con la voz de su mente. El problema es que de día está domesticada, productiva y presentable con la luz, como cuando estamos en la escuela. Pero de noche se pone loca loca, la voz de mí, se suelta libre sobre las cosas porque no hay colores que le impongan mundo al que deba responder. Imagina personajes sobre el ángulo de los muebles, en los claroscuros de mi ropa tirada, perfiles de señoras arrugadas, caras de viejos con bigote. Buscan constelaciones, mis pupilas se abren a lo inmenso y dejan que mi cabeza se proyecte en las formas del espacio. Abrazan cada profundidad posible, recorren mi ciudad miniatura, casitas y autos, voces que salen de las ventanas, vibraciones en la fosa común de peluches, apilados después de la vida en juego.

A veces la hermanastra mala de Cenicienta tiene un pie cortado, con un resto de sangre que recorre una sombra larga sobre mi alfombra. Dice que busca su talón o su dedo gordo, depende cuál de las dos hermanas sea, que lo perdió porque pensó que ya no lo iba a necesitar. Y aparece Petirrosa, mi conejita fucsia número 6, me la compró mamá cuando perdí la 5, siempre se escapan porque las saco a pasear por la plaza, apretás un coso de aire de un tubito que se conecta a su cola, como si fuera una correa, y una lengüeta la hace saltar a mi peluchita, a mi única Petirrosa. Aparece y la hermanastra le dice ayúdame, coneja color flúo, con tus orejitas peludas y tu diminuto tamaño, a encontrar mi talón. Pero yo no puedo encontrar tu dedo gordo le responde y negocian un rato y al final se van, la hermanastra, que es más pequeña que Petirrosa, montada sobre su lomo, hacia un atardecer vibrante que se proyecta en un horizonte. Brilla mucho este sol de la oscuridad y yo pienso que no es del allá de mi cuarto, sino del
acá de mis ojos; de esas manchas verdes en la vista, que donde mire se proyectan. Elijo que creer que son los soles de mi mundo y no fotografías en las retinas.

A veces no charlan entre ellas, sino que las personificaciones son hadas, las múltiples facetas de mi mente como diosas griegas; la de la vergüenza, la del temor, la de la amistad, la hermana mayor y la que es chiquita, la líder, la que me cae mal pero respeto, la estudiosa, la que crea, la que se enamora, la que siente ira; y me hablan. ¿Seré única, como Petirrosa, y solo yo tengo tan increíbles guardianas interiores? De esas que te escuchan los miedos y te protegen de las pesadillas, que te tiran alguna magia y hacen que las cosas de alguna manera sucedan, no solo acá adentro, sino también allá afuera. Porque es difícil direccionar las recreaciones de tu mente si no sabés jugar despierta, si dejás que los pensamientos se vuelen a la parte de la sangre, del dedo gordo, del talón cortado, del huesito que asoma de la carne, de la pata hinchada desbordando el zapatito de cristal, chorreando incomprendida. Y si te perdés en esa, en la oscuridad, en la noche encendida sin distracciones, perdés. Te come el cuco del sueño, el monstruo palpitante del otro lado del párpado que, aunque hagas mucha fuerza y tenses todos los músculos y grites sordamente, no te va a dejar despertar hasta que él quiera. Por eso las hadas, por eso mi Petirrosa de siempre, por eso esta mente risueña al rescate. No mamá, que cierra la puerta de su
cuarto bien cerrada y dice que es para que yo no espíe nada, pero ¡no sé qué se piensa que les voy a escuchar, los ronquidos de papá, los rezos de mamá, lo que hablarán mal de mí en la cama? No papá, que me deja sola con mi fiebre, para que mate los bichos del moco, dice y la casita enorme arriba del placard se acerca y aleja como un latido en blanco y negro.

Y mientras mi voz interna, esa que nunca susurra ni sube el volumen, cuestiona la metafísica de su psiquis, va perdiendo su fe en la magia. Cuando la entiende propia y no de un ser superior, se siente sola
de nuevo. Es ahí donde mi mente, desdoblada, me pierde en las penumbras.

Sobre la autora:  Hada Quelarre es escritora, poeta performática, editora, lingüísta y correctora de estilo. Estudia Artes de la escritura en UNA, y Edición en UBA. Publicó «Casa para tres. Amistad, convivencia, amor libre y lesbodrama: poemario de un destierro» en 2021. Dirige la editorial de poesía visual Ojo Negro; y da talleres de gramática y corrección para escritores.

 

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