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Literatura | La Cucarda | Revista Colibri
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Literatura | La Cucarda

Por Agostina Macchi
Ilustración por Alana Rodriguez

Exit, light
Enter, night
Take my hand
We’re off to never-never land

Metallica │ Enter Sandman (1991)

Prepárense que nos vamos al Recital de Pappo dice mi papá esa tardecita de viernes, al llegar a casa. Pueden invitar una amiga cada una. Con mi hermana nos miramos sin poder creerlo y saltando de alegría. Habíamos visto con ilusión el desfile de motos por el centro del pueblo esa tarde, ya casi dando por perdida la excursión al recital del Napolitano en el encuentro de motoqueros de ese año. Las canciones de Pappo han acompañado grandes momentos de nuestra infancia, como los viajes en auto a Mar del Plata camino a las vacaciones de verano comiendo medialunas de Atalaya. O algunos sábados de pizza a la noche en que la casa enloquecía y jugábamos a imitar solos de guitarra y saltar y cantar a los gritos, revoleando los pelos.

Mi hermana consigue invitar enseguida a una amiga que además de ser rockera es vecina. Yo quiero invitar a una amiga con la que compartimos el odio visceral por la cumbia y fumamos puchos a escondidas mientras exploramos casettes y CDs que robamos a nuestros viejos o a su hermano mayor. Pero no la encuentro en su casa, ni en lo de su abuela, ni en el local de su familia. Aún lamento no haber compartido esta aventura con ella. La misa es en un camping enorme frente a la laguna. Allí se hacen eventos de lo más variados: fiestas, recitales, circos, carnavales. El mes anterior se había instalado por varias semanas un parque de diversiones ambulante que, a diferencia de los que solían venir, tenía al fin una vuelta al mundo que no se caía a pedazos y un barco pirata que te daba vértigo de verdad hasta casi vomitar. Los encuentros de motos ya son un clásico de cada año: durante todo un fin de semana se reúnen cientos y cientos de motos a escuchar bandas de rock, vender artesanías, recuerdos, comida, bebida y demostrar habilidades de lo más curiosas. A mi papá siempre le gustaron los fierros y en cada encuentro de autos o motos que se realiza en el pueblo, allí está él. A nosotras nos encanta acompañarlo. Generalmente nos dejan ir solamente un rato a chusmear: tomar una gaseosa, ver la prueba de destreza de turno, recolectar alguna anécdota nueva y termina la jornada. Esta es la primera vez que vamos tantas horas, de noche y con recital de Pappo incluido.

Somos muchos para ir en moto. Vamos en auto y tenemos que estacionar a dos cuadras de la entrada y caminar porque no hay lugar. Por el costado del camino, una humareda mezcla de asado, caño de escape y cigarro, nos envuelve dándonos la bienvenida y dejándonos descubrir poco a poco el habitual campo verde y vacío transformado en un río negro de cuero y tachas. Territorio completamente tomado por un pueblo invasor errante. Casi uniformados con borcegos, chaquetas de cuero, chalecos de jean y remeras de bandas, los motoqueros agitan orgullosos sus melenas dignas de publicidad de shampoo mientras chocan sus chopps gigantes rebalsados de cerveza. Los rodean puestos de artesanías y recuerdos. Y muchas, muchas motos. Harley Davidson, BMW, Honda, Kawasaki, Yamaha… De todos los tamaños, formas y colores. Para solitarios o en pack familiar. Con espejitos, asientos especiales. Intervenidas, tuneadas, personalizadas. Reliquias reconstruidas, armatostes de autor. Con calcos, cucardas de motoencuentros anteriores y adornos personalizados: calaveras, cintas, peluches y hasta estampitas del Gauchito Gil.

Hay neonazis, hippies, anarquistas, guevaristas, nacionalistas, místicos, cristianos, satánicos. Pocas mujeres, de aspecto rudo o estilo dominatriz, y alguna que otra madre de familia rodante. Curiosamente y a pesar de las distancias de lo más extremas, conviven todos en armonía porque los une la misma pasión por las motos. Y por Pappo.

Falta un rato para el show pero el ritual ya ha comenzado. Suena de fondo una banda soporte que hace covers de heavy metal. Abundan los reencuentros con abrazos fuertes. Los recién llegados arman sus carpas. Otros lustran a sus bebés. Algunos tienen el nombre de su club estampado o bordado en sus camperas. Unos guitarrean alrededor de un fogón. Otros beben y juegan al truco. Una ronda eufórica alienta a un sujeto que acelera y acelera una moto en el aire hasta sacar chispas y quemar la rueda trasera. Un grupo de motoqueros relata su odisea desde Mendoza.

Veníamos a buen tiempo y en mitad del viaje ¡la ruta TODA INUNDADA viejo! Encaramos otro camino más largo y nos agarró la noche en el ripio en el medio de la nada y armamos las carpas nomás. Hicimos noche ahí porque no se puede manejar fisurado. A la mañana temprano levantamos campamento, y ¡al Barba lo atacó una yarará, boludo! ¿La podés creer? Salimos picando buscando un hospital, llevamos la bicha y todo, que te cuente éste cómo hizo para agarrarla. Menos mal que era una falsa yarará y nadie terminó envenenado, pero tuvimos que ranchar un rato en el hospital porque al Barba del susto se le bajó tanto la presión que lo dejaron un par de horas en observación. Tardamos una bocha porque vinimos lento con cagazo de que este se nos desmaye en el camino. Por suerte llegamos justo a tiempo para ver al Napolitano. Ahora el tipo ríe aliviado y muestra la marca del suero y la mordida con orgullo, como herida de una guerra ganada.

Unos barbudos cocinan huevo frito sobre un motor con un ruido ensordecedor. Otros lo intentan con un corte de asado. La gente aplaude. No sé si finalmente alguien se come todo eso. No quiero saberlo tampoco. Pero ver la hazaña nos da hambre, y vamos con mi hermana y su amiga hasta la cantina por un cono de papas fritas, oasis dorado entre tanta carne. De esas bien pasadas a fritanga, deliciosas, que sólo podés bajar con una
gaseosa bien helada. En el trayecto aparecen sujetos que nos quieren convidar birra, tragos misteriosos, una seca o alguna otra sustancia. Vamos esquivando barbas vikingas, porras abundantes, bandanas sudadas, peladas camufladas con jopos extraños, peladas orgullosas, panzas orgullosas, remeras de Hermética, V8, Riff, Manal, y Pappo’s Blues. Salimos felices con las fritas matahígado y poco a poco la atmósfera hasta hace un rato familiar y amistosa empieza a tornarse un poco intimidante. Se nos enciman caras, nos acorralan alientos, palabras arrastradas, gotas voladoras de saliva, e insinuaciones que no terminamos de entender pero algo sospechamos. Falseamos sonrisas y seguimos caminando, cada vez más rápido, mirándonos entre nosotras con complicidad, entendiendo que algo ya dejó de ser divertido. Y no hay atuendo negro que camufle nuestros rostros virginales.

Se me planta de frente un motoquero que me empieza a hablar. Mi hermana y su amiga siguen caminando a pesar de mi mirada de no-me-dejen-acá-sola. El tipo tendrá unos treinta, más del doble de mi edad. Sus ojos amarillentos delatan la cantidad de alcohol que corre por sus venas. Le entiendo la mitad de lo que me dice. Que había venido con un amigo con el que estaban siguiendo toda la gira del Carpo, pero que hacía rato no lo encontraba… y algo más imposible de descifrar. Pero escucho con claridad su extraña propuesta: intercambiame un pin. Yo tengo unos cuántos en mi campera. Él tiene un chaleco de jean repleto. Un poco confundida doy un paso atrás sin dejar de mirarlo, y choco a alguien de espaldas. Disculllpame, dice una voz ronca que me acerca una caja de vino para convidarme «msndsmzmzda aooo é». Le agradezco moviendo la cabeza e intentando sonreír simpáticamente. Pestañeo rápido para evitar que el vaho de alcohol se filtre por mis ojos. Miro de nuevo al de los pines. El de los pines mira al del vino. El del vino mira al de los pines y luego a mí. Yo lo miro. Él mira al de los pines otra vez y se despide con un nuevo ronco disculpá, ahora en otro tono, en un tono de código de macho que se retira porque el otro llegó antes. Vuelvo a la transacción de pines. No sé bien por qué, ahora me cae mejor este muchacho y al mismo tiempo se me hace más urgente resolver pronto el intercambio y salir corriendo de ahí. Como si estuviera en deuda con él y necesitara agradecerle. ¿Agradecerle qué? Le pido uno del Che Guevara y me dice que cualquiera menos ese. Dale. No. Dale. No, cualquiera menos ese. Bueno el de Depredador, ¿y vos? Acerca su índice tembloroso hacia los pines, y entre todo el muestrario en escala de grises y chispas rojas, con símbolos satánicos y bandas de heavy, él elige el infiltrado de Hello Kitty. No le guardo un especial cariño a mi pin de Hello Kitty pero al desprenderlo siento que algo más se suelta, se desgarra. Ya no estoy tan segura de querer hacer esta maniobra. Pero es un pin, qué puede pasar. Entrego el mío y recibo el suyo de su mano manchada y curtida de taller mecánico, pero aún joven, suave, amistosa. Me cuesta abrochar el nuevo pin en la campera, como si no quisiera, si no entrara, como si no perteneciera –o no aún- a este terreno. Nos miramos. Asentimos con la cabeza confirmando que los pines ya se encuentran correctamente abrochados en las ropas de sus nuevos dueños. Le digo chau, nos vemos. Para nunca más volverlo a ver.


Encuentro a mi hermana a unos pasos y enseguida distinguimos a papá a unos metros y avanzamos ya un poco más relajadas. Justo está empezando una carrera de obstáculos. Las motos recorren un tramo corto esquivando objetos como gomas, botellas o tambores de aceite. Cada moto tiene su conductor y un acompañante que se sienta mirando hacia atrás cargando en sus manos un vaso de cerveza lleno hasta el tope. El que llega volcando la menor cantidad, gana. Son dos equipos y cada uno tiene su hinchada. Avanzan parejo, hasta que una moto se sacude con un pozo y el vaso cae completo al suelo, quedando fuera de juego. Aplausos, risas y los ganadores se tiran encima la cerveza que evitaron derramar segundos antes.

¿Estos carocitos van de onda o hay que pagar? le pregunta uno de voz rasposa a mi viejo. A lo que él responde con una mezcla de sorpresa, ternura y vergüenza ajena, que somos sus hijas ¡uuuuuhh disculpá flaco!.. Y a partir de ahí toda la noche lo perseguirá para pedirle disculpas y convidarle de su cerveza con sustancias agregadas para que pegue más. Un silencio largo y palpitante anuncia que la banda soporte ha terminado de tocar. Le sigue un grito unánime, eufórico y vamos todos en masa hacia el predio donde está el escenario. El corazón que late fuerte, el cosquilleo en la panza. Adrenalina, ansiedad, el recital va a comenzar. Estallan las luces, las distorsiones. Los sonidos bajos y vibrantes hacen temblar el suelo.

Todos gritan, celebrando, dándole la bienvenida al Carpo, ese hombre fusión cavernícola con carnicero de barrio y niño travieso. La explosión inicial es con Mi vieja y le sigue Sucio y desprolijo, mi tema preferido. Aparece en el escenario una chica, con no muchos años más que yo, que baila en el caño durante todo el recital. Es la primera vez que veo una stripper en vivo. Había visto en películas y en la televisión, pero bailaban en lugares más reservados, más íntimos, como bares o clubes nocturnos. Esto es un camping, al aire libre. Hay viento fresco y vuela tierra, nada más lejos del brillo y el glamour de lo que yo entendía por un show erótico. No le encuentro mucho sentido, pero parece que los demás sí. Los tipos silban, murmuran obscenidades, le gritan cosas. Se ve que es parte del ritual. A mí me genera algo extraño. No termino de entender si sus gestos de placer son reales o fingidos. ¿Le gustará estar acá? Sus movimientos me resultan fascinantes, hipnóticos. Quiero poder bailar así. Imagino por un momento que soy ella. Y danzo, y todos me miran con deseo, y lenta pero incesantemente se acercan cientos de ojos y manos extendidas, retumban jadeos que suben de volumen mientras sigo y sigo bailando y están cada vez más cerca, el olor a aliento me ahoga, quiero salir, no puedo detenerme, el caño es una trampa, una rueda de hámster. Soy carne de cañón. Un filete para lanzar a las fieras hambrientas y excitadas.

Una mano me toca la espalda y de un susto me trae de nuevo a tierra. Es mi hermana invitándome a saltar con ella: acaba de empezar Rock and Roll y Fiebre y la masa estalla. Un nuevo temblor de euforia se activa bajo los pies y levanta una enorme nube de polvo. La gente se amontona adelante y se desata una lucha cuerpo a cuerpo, una danza primal. El griterío se eleva, el cuero y el metal chocan y componen una melodía paralela junto al gemido colectivo cargado de furia y excitación. Inmersa en la polvareda veo sólo un pedazo del escenario y siluetas en sombra que
corren, saltan, cerveza que vuela brillante en el cielo negro y adelante un muro compacto de espaldas que rebotan al unísono. Es magnético, me lleva, me chupa con la fuerza de un torbellino, pero hago fuerza y reculo y me quedo mirando como desde una orilla.

No faltarán oportunidades para zambullirme en algún pogo y hasta quebrarme unos años después una costilla flotante en un recital de Megadeth. Esta vez sólo observo en panorámica desde el fondo, cómo la masa se arma y se desarma, cómo los cuerpos se vuelven uno y luego cientos. Y veo a Pappo, a su banda, a la stripper, al que pasa vendiendo birra, al tipo de los carocitos, a los puestos de souvenires, veo a mi viejo, a mi hermana, a su amiga. Busco al de los pines y nunca lo encuentro. La vista se vuelve borrosa y un zumbido se activa en mis oídos pero lo ignoro. Veo de nuevo el polvo y estoy a punto de desmayarme, pero no. Veo cómo dos bestias de colmillos afilados capturan una presa y se la llevan a los yuyos. Los sigo con la mirada pero se desvanecen a los pocos metros. Quizás simplemente lo imaginé. Empieza a caer una llovizna finita, esa muy molesta que te empapa la cara. Me alivia. Nadie parece notar el agua. Quizás por el calor de la masa y el desenfreno. Quizás por las armaduras de cuero. La polvareda baja de a poco pero suben la turba y el ardor. Los cuerpos ahora bailan atrapados en remolinos de un pantano de agua y tierra amasada con pisadas de borcegos. La noche sigue y todos bajo hipnosis con la guitarra del Napolitano. Toca un hit tras otro y lanza críticas a la cumbia y a la electrónica, avivando una y otra vez la llama. Una moto se mete a toda velocidad en medio del público. Me sobresalto. Algunos aplauden, otros putean, Pappo dice algo pero no lo escucho bien. Me doy cuenta que pasaron casi tres horas de rock. Me siento agotada. Me duelen las piernas y la cabeza. Los acufenos me están matando. Necesito sentarme, pero todo es barro. Me quiero ir. Y estar en mi cama, tapada hasta la frente.

Ese fue uno de los últimos recitales de Pappo. Murió unos meses después en un accidente, en su ley como tituló la prensa, viajando en moto por la ruta, volviendo de una gira. Pasan los años y aún conservo conmigo el pin de Depredador, mi cucarda de ese encuentro de motos. Todavía me duelen las piernas. Dos por tres me visitan los acufenos. Sigo buscando en recitales mi pin de Hello Kitty entre las tachas. En cada chaleco, en cada campera. Difícil porque los pines se ven poco últimamente. Y busco entre las multitudes el rostro de ese motoquero. Un rostro que ya se desdibujó, o que en realidad nunca retuve. Y aunque no tenga sentido querer encontrar a alguien que no recuerdo, me convenzo de que al verlo podría reconocerlo, y pedirle al fin que por favor me devuelva eso que se llevó aquel día.

Sobre la autora: 
Agostina Macchi (Chascomús, 1989) vive en el tironeo entre las artes, la academia y la espiritualidad. Es casi Licenciada en Artes (UBA), actriz, profesora de yoga, terapeuta de sonido, aprendiz de chamanismo, lectora de ciencia ficción, gamer reprimida y algunas otras cosas más.

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